La figura de Marvin Gaye, indiscutible en lo artístico, proyecta lúgubres sombras. El cantante norteamericano, una de las voces esenciales en la historia de la música popular, falleció hace hoy tres décadas, pocas horas antes de cumplir 45 años.
Su padre, el Reverendo Marvin Gay, le disparó en la casa que la familia poseía en Los Ángeles, durante una de sus muchas riñas. Su madre, Alberta, fue testigo de los hechos. Su hermano Frankie, que acudió en su auxilio al oír los disparos, es la última persona que pudo hablar con él. Cuentan que los sanitarios que atendieron la llamada a los servicios de urgencia no dejaban de llorar durante la prestación del servicio. Y a sus exequias en el californiano cementerio de Glendale acudieron miles de personas.
La cruel paradoja: aquel hombre que cantó como nadie a los desastres de la guerra, que apeló al amor y al sexo como métodos de cura espiritual, que se posicionó a favor del ecologismo y el respeto mutuo, tuvo que lidiar con una compleja vida personal marcada por la violencia infringida por su progenitor, la temprana pérdida de su compañera artística Tammi Terrell, la depresión, la paranoia y las adicciones.
Le sobrevive una obra colosal, de enorme influencia entre coetáneos y herederos, indispensable a la hora de trazar la historia de la música negra del siglo XX. Y queda el imborrable recuerdo de esa voz capaz de todo, que insufló vida a clásicos eternos del soul en discos fundamentales como What’s Going On (1971), Let’s Get In On (1973) o Midnight Love (1982).