El proyecto más longevo de la Universidad de Harvard resulta tan ambicioso como sencillos han sido sus resultados: 75 años de investigación avalan el estudio desvelado recientemente por la prestigiosa universidad norteamericana.
Un trabajo que daba el pistoletazo de salida en 1938, focalizándose en la vida y experiencias de una muestra de 268 estudiantes (por aquel entonces aún casi colegiales), con un único objetivo: desvelar cuál es la fuente de la felicidad humana.
Las respuestas, o parte de ellas, veían la luz hace unos meses gracias a la publicación de ‘Triumphs of Experience’, el ensayo al respecto redactado por el psiquiatra George Eman Vaillant, encargado de comandar el estudio durante las cuatro últimas décadas. Sus conclusiones: lo que más nos llena en el día a día, a largo plazo, son las relaciones personales. O lo que es lo mismo: felicidad es equivalente a amor, y viceversa.
Un dictamen tan sencillo que parece mentira que se hayan necesitado siete décadas para desentrañarlo. Sin embargo, las cifras son claras, ya desde la infancia: los hombres con un mayor intercambio afectivo durante sus primeros años de vida acabarían siendo más exitosos en su vida laboral, con hasta 25.000 euros de diferencia salarial por año frente a los menos afortunados, o menos ‘amados’.
Las cifras se triplican cuando hablamos de empatía: los hombres capaces de desarrollar una relación empática con sus semejantes llegarían al final de su vida con unos niveles de felicidad y ganancia hasta tres veces mayor que los que, dentro del marco del estudio, reflejaban tendencias narcisistas.
El nivel adquisitivo y poder socioeconómico no son el único baremo de cómo un entorno amable es directamente proporcional a la felicidad: también la salud se resiente si somos menos queridos. Las relaciones que construímos a lo largo de nuestra vida tendrían así un impacto mayor en nuestro nivel de felicidad que otros aspectos que en principio parecían relevantes, cuando el estudio arrancaba a finales de los años 30.
Ni la clase social de los padres, ni la inteligencia, ni la constitución física habrían resultado determinantes en los niveles de felicidad a largo plazo. En el otro lado de la balanza, y después de considerar toda suerte de variables (desde tendencias políticas a creencias religiosas), el abuso del acohol se clasificaría, por mucho, como el mayor disruptor en la línea de la felicidad.
Otras conclusiones interesantes: la falta de relación entre la felicidad en las diferentes etapas de la vida (ser feliz a los cincuenta no asegura serlo en la tercera edad), el sorprendente hecho de que el matrimonio entra en su etapa más feliz una vez cumplidos los setenta, que el envejecimiento prematuro tiene más que ver con los hábitos de vida antes que con la genética, o el hecho de que una infancia infeliz no tiene por qué ser necesariamente sinónimo de infelicidad, aunque sí es verdad que los recuerdos de la niñez nos acompañan toda la vida.
Agencias