Los hombres en la planta siderúrgica donde trabajaba Mubeen Rajhu todavía se ríen de lo fácil que era hacerlo perder el control.
Algunos habían visto a su hermana Tasleem en el barrio pobre de Lahore donde vivían junto a un hombre cristiano. Tenía 18 años, era una buena muchacha musulmana… Eso no se podía permitir.
Ali Raza, empleado de la planta, apenas si puede contener una sonrisa cuando habla de las horas que pasó provocando a Rajhu por ese episodio. Durante meses.
«Nos decía, ‘si no dejan de molestarme, me voy a suicidar. ¡Basta ya!»’, cuenta Raza.
Habla en voz alta para que los ruidos de la fábrica no impidan que se lo escuche y otros trabajadores se acercan para participar en la charla. Todos se ríen al evocar los desbordes emocionales de Rajhu.
«Los muchachos le decían, ‘mejor mata a tu hermana»’, relata Raza.
Rajhu les dijo un día que había comprado una pistola y en agosto dejó de ir al trabajo.
Había descubierto que su hermana se había casado con el cristiano, desafiando a la familia. Durante seis días fue acumulando frustración y furia. ¿Cómo pudo hacer eso?
En el séptimo día, el 14 de agosto, tomó la pistola de donde la había escondido, fue adonde estaba su hermana y la mató de un tiro en la cabeza.
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Durante generaciones, lo que hizo fue descrito en Pakistán como una «cuestión de honor«, cuyo único fin era defender el buen nombre de la familia.
Los asesinos generalmente invocan el Islam y aducen que su religión no permite casarse con gente de otras creencias. Sin embargo, hasta el Consejo sobre la Ideología Islámica, de línea dura y que rara vez defiende a las mujeres, dice que casarse con alguien de otra religión no viola necesariamente las normas islámicas.
Eso no importa. En los barrios pobres y en las aldeas más aisladas, lejos de los centros cosmopolitas, la gente vive en un mundo donde la religión va de la mano de la cultura y la tradición.
A medida que el mundo moderno hace a un lado las tradiciones, ha aumentado en Pakistán la cantidad de mujeres y niñas asesinadas por cuestiones de honor: el año pasado fallecieron 1.184 personas por esa razón y solo 88 eran hombres. El año previo hubo 1005 muertes y en el 2013 869, según la Comisión de Derechos Humanos de Pakistán, un organismo independiente. Se cree que la cifra real es mucho más alta ya que muchos casos no son denunciados.
Las matanzas son condenadas por buena parte de la población y numerosas organizaciones tratan de eliminar las lagunas legales que permiten que los asesinos sean liberados. Si la familia de la víctima perdona al asesino, este no es castigado.
Quienes libran esa batalla coinciden en que hay que comprender, y cambiar, la mentalidad que hace que un joven mate a su hermana, o que un padre asesine a su hija.
Los grilletes que tiene colocados Rajhu parecen demasiado pesados para sus pequeñas muñecas. Chocan entre sí y hacen un fuerte ruido metálico cuando se mueve durante una charla.
Lleva más de un mes detenido en el departamento de la policía de Lahore. Cuenta su historia detrás de las rejas, sin que ningún policía lo pueda ver o escuchar.
Rajhu asegura que quería mucho a su hermana, una muchacha tranquila que nunca se había rebelado contra su familia. Cuenta que le dio una oportunidad: le exigió que jurase por el Corán, el libro sagrado del Islam, que jamás se casaría con ese hombre. Asustada, ella lo hizo.
«Le dije que con qué cara iba a ir a la fábrica, ver a los vecinos, que no lo hiciera, que no lo hiciera. Pero no me escuchó».
Rajhu, quien cree tener 24 años, aunque dice no estar seguro, a veces da la impresión de sentir cierto arrepentimiento. Pero no le dura mucho. Solo cuando habla de ella cuando era niña se le quiebra un poco la voz y tiene una mirada perdida.
Pero luego recupera la compostura y su voz se hace más áspera.
«No podía dejarlo pasar. No pensaba en otra cosa. Tenía que matarla», afirma. «No tenía otra opción».
Tasleem estaba sentada con su madre y su hermana en el piso de la cocina de la casa de la familia.
«Nadie gritó», relata. «Fui y le pegué un tiro».
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La familia vive en un barrio muy pobre del norte de Lahore, donde los autos avanzan entre búfalos de agua por caminos embarrados.
En la cocina de la casa todavía hay manchas de sangre de Tasleem en la pared. En una pequeña habitación contigua, el padre, Mohammed Naseer Rajhu, monta en cólera al hablar del episodio. Su ira está dirigida hacia su hija.
Lo que más le molesta de todo esto es que su hijo está en la cárcel y ya no aportará 200 dólares mensuales a la familia y que sus parientes, desperdigados por todo Pakistán, pronto se enterarán de las indiscreciones de Tasleem.
«Mi familia está destruida», dice serio. «Todo se acabó por esta niña desvergonzada. Incluso después de su muerte estoy destrozado por ella».
Luego de la muerte de Tasleem, el padre fue a una comisaría e hizo una denuncia. En Pakistan los padres a menudo dan este paso no para que castiguen el asesino, sino para sentar las bases legales de su defensa, aprovechando las lagunas legales que permiten que los asesinos queden libres.
Si bien no dice que perdona a su hijo, está claro que piensa que el muchacho estaba en su derecho de matar a su hermana.
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En el departamento de policía de Lahore, los guardias regresan y Rajhu debe volver a su celda, de la que sería trasladado al día siguiente a la cárcel de Kot Lakput, donde esperará su juicio.
Un guardia toma las cadenas y conduce a Rajhu por unas escaleras.
Su padre observa desde las sombras. Estuvo esperando. Viene para estar junto a su hijo.