Olga se enamoró de Nicaragua

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“Acá vivo mejor que en España”; me contó en uno de esos pocos días Olga.

Llegó al país, en su primer viaje, por motivos de trabajo. Pero ese par de horas que estuvo en zonas lecheras del centro del país bastaron para hacerla decidir que su destino tenía que ser Nicaragua pero para proyectos profesionales y de vida de mucho más tiempo.

Fue allí que la conocí, entre vacas y fábricas productos de queso, y cruzando un par de palabras me entregó en un pequeño trozo de papel que aún conservo, su correo electrónico.

Inició una amistad extrañamente poderosa, en la cual se contaban secretos, vivencias, malas y buenas experiencias, recuerdos, deseos y confesiones a la espera de un buen consejo.

Se fue desarrollando un camino pedregoso en el cual Olga demostraba cada día más que necesitaba cambiar de aires desde la hermosa Madrid hacia la hermosa Nicaragua. Sus pulmones, su mente y su corazón lo requerían.

Se alejó de repente, su vida le exigió dejar de pensar tanto en Nicaragua y dedicarle tiempo a resolver tantas cosas pendientes que tenía en su ciudad. Sin embargo, nunca perdió las esperanzas por regresar y empezar de cero.

Reapareció muchos meses después con la grata noticia de que había sido aceptada para volar hacia acá y encargarse de varios proyectos. Su plan era quedarse un par de años.

Llegó a Managua y de inmediato comenzó a explorar lo maravillosa que es esta tierra. Y comió todo lo que se encontró a su paso y comprendió que la felicidad a veces radica en la sencillez de la gente, de los lugares bonitos y nada ostentosos, de la flora, de la fauna, de las carreteras amables y de los pueblos cálidos.

Decía no querer aparentar ser una de esas europeas que pretendían ser diplomáticas, no le llamaba para nada la atención sentirse más valiosa que nadie. Conoció en Managua algunos lugares que le recordaban a su amada Madrid. Donde se escuchaba música de Jarabe de Palo, de Pedro Guerra, de El Último de la Fila y su estupenda canción “Pájaros de Barro”; y muchas más.

Volvió a desaparecer cuando ya era dueña de la ciudad y no la vi nunca más. Pero me aseguré de que fuera feliz, de que sonriera, y así fui feliz yo.

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