Hay un refrán o frase adjudicada a la sabiduría popular que le viene al pelo al tema de los alimentos procesados: “Ni los buenos son tan buenos ni los malos son tan malos”. No es que vayamos a decir ahora que este tipo de productos son saludables en su totalidad, pero tampoco podemos afirmar con rotundidad que todos ellos son perjudiciales para la salud.
Prácticamente, todos los alimentos crudos que se obtienen de la naturaleza se someten a algún procesado antes de consumirlos, por lo que no comer productos procesados se reduce a alimentarse solo de aquellos que están en su estado natural: frutas y verduras (recogidas de la planta y solo lavadas), nueces y semillas frescas (recolectadas del campo), huevos de granja (sin pasteurizar, con el riesgo que ello conlleva: es un procedimiento térmico que se realiza en líquidos para reducir la presencia de patógenos) y poco más. “El procesado de alimentos se define como cualquier cambio intencionado que se produce en ellos antes de su consumo, algo que lleva haciendo el hombre desde la Prehistoria. Hemos procesado la comida con la intención de mejorar su conservación; utilizando secado, ahumado, congelación, refrigeración, salazón, cocción, etc.”, explica el doctor Ángel Gil, presidente de la Fundación Iberoamericana de Nutrición (FINUT).
“Lo que ocurre, añade el especialista, es que no podemos comparar alimentos moderadamente procesados, aquellos que cumplen el objetivo fundamental de matar los organismos dañinos que pueden causar enfermedades en el hombre, como por ejemplo la pasteurización de la leche, o aquellos que pretenden aumentar la conservación de los alimentos (como por ejemplo, los enlatados y congelados), con los productos altamente procesados, aquellos que están hechos con grasas hidrogenadas, margarinas y aceites refinados. En definitiva, alimentos que sufren procesos complejos que incluyen aditivos diversos y cuyo consumo sí que está estrechamente ligado con el cáncer, la obesidad, enfermedades cardiovasculares y la diabetes”.
“El procesamiento se puede utilizar para mejorar los alimentos, y hacerlos más nutritivos y más seguros, pero desgraciadamente en ocasiones también para hacerlos menos saludables, añadiendo cosas que no son necesarias, como el exceso de sal o azúcares, coincide María Ballesteros Pomar, coordinadora del Área de Nutrición de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN).
Verduras y frutas congeladas
Son varios los estudios que, tras comparar frutas y verduras frescas con congeladas, apenas pudieron encontrar diferencias nutricionales (mismos minerales y antioxidantes); y, en algunos casos, sí que se ha visto que las segundas pueden ser incluso más nutritivas que las frescas. El motivo, explica la doctora y nutricionista Caridad Gimeno, es que “los productos destinados a la congelación son seleccionados y procesados en sus mejores condiciones: en su justo momento de recolección, en el que apenas han perdido su valor nutritivo”. Es el caso del brócoli, por ejemplo, cuya versión congelada tiene más riboflavina (vitamina B) que la fresca. O las judías verdes sometidas a bajas temperaturas, con más aporte de vitamina C. Hay excepciones, como los guisantes, que según los científicos de la Universidad de California responsables del estudio, ganan si se toman frescos.