Fabrizio Casari, brindó un interesante resumen de las consecuencias que deja un conflicto entre dos países pueden ser grandes, y expresando que el impacto sería difícil de calcular.
Nota de prensa íntegra:
por: Fabrizio Casari
La noticia, aunque previsible, es muy dura: como consecuencia de la guerra en Ucrania, la producción de trigo se reducirá masivamente; África perderá gran parte de sus suministros alimentarios y la propia Europa tendrá que prescindir del 40% del trigo que necesita. Se prevé que los niveles de desnutrición en el continente africano aumenten, y con ellos la mortalidad y el riesgo de nuevas pandemias, que, como sabemos, no conocen fronteras ni llevan pasaportes. Este es uno de los resultados más directos y a corto plazo de la guerra en Ucrania, capaz de desestabilizar las economías de todo el mundo.
Porque la diferencia entre un conflicto dentro de un país o una región y una guerra en la que se involucra toda una parte del planeta por intereses geopolíticos, es que en este último caso las consecuencias afectan a todo el mundo. Este es uno de los efectos de la globalización de la economía, que ve un constante entrelazamiento y dependencia mutua entre países exportadores e importadores, y que revela cómo el control del gran capital y de los países más poderosos en los mercados puede fomentar verdaderas tragedias en lugares donde el índice nutricional es muy inferior al de Occidente.
Las consecuencias a largo plazo de la guerra producen odios cruzados, entierran integraciones y refuerzan divisiones destinadas a reaparecer en ciclos históricos posteriores. La repercusión más inmediata y a corto y medio plazo de una crisis alimentaria es el aumento masivo de las migraciones. Una crisis alimentaria en países que ya están por debajo del umbral de consumo de los alimentos que necesitan puede desencadenar fácilmente una hambruna en toda regla. La generalización de la crisis podría invertir la tendencia migratoria clásica representada por el movimiento dentro del continente africano y acentuar la de la migración transcontinental, con repercusiones evidentes en Europa, Turquía, Grecia y los Balcanes.
El impacto es difícil de calcular, porque por primera vez los flujos migratorios llegarían a un continente que ya tiene una crisis energética y alimentaria que afrontar.
La dimensión destructiva de las crisis alimentarias que producen una guerra vuelve a poner en el centro de la atención mundial la interdependencia de la cadena alimentaria. Pero una lectura que no se detenga en el análisis del epifenómeno y vaya más allá, revela cómo el control de la misma en un planeta que tiene recursos finitos frente a extrañas teorías de crecimiento infinito, es uno de los nodos decisivos de un pensamiento único extremadamente peligroso. Se trata de una idea de desarrollo que no se apoya en los datos y que, por tanto, propondrá, con una centralidad cada vez mayor, la conquista de zonas del planeta que, además de hidrocarburos y recursos minerales, son ricas en agua y biosfera, que son los verdaderos salvavidas del siglo que acaba de comenzar. Al final, el tema es éste: los recursos están en el Sur, pero el Norte cree que puede apropiarse de ellos.
Lo hará con guerras que reduzcan el número de aspirantes a comensales de alimentos y titulares de derechos, ya que los think tanks occidentales estiman que hay unos dos mil quinientos millones de personas «excedentes» de la densidad deseable. Las guerras son, sin duda, una forma radical de pensar en la resolución del problema, pero los instrumentos financieros también ayudan a la delimitación del acceso a los recursos, debilitando el crecimiento económico del Sur global y, además, en ausencia de competencia, hacen más rentable la venta de productos del Norte.
Sanciones, la guerra silenciosa
Al fin y al cabo, a lo largo de la historia, detrás de cada guerra librada con armas, siempre ha habido antes, durante y después una guerra económica librada con dinero. Con el paso del tiempo, la guerra económica directa se ha vuelto cada vez más importante. Esto se aplica tanto a los conflictos armados como a los de carácter exclusivamente político.
El creciente papel de las sanciones económicas en los conflictos contemporáneos es la última encarnación de esta tendencia. Los países afectados por las sanciones unilaterales de Estados Unidos y Europa son actualmente 37, pero, según el semanario británico The Economist, algún tipo de sanción estadounidense afecta actualmente a unas 100.000 personas o empresas de 50 países, lo que corresponde al 27% del PIB mundial.
Es una explicación directa e indirecta de cómo la guerra es una tragedia para el pueblo pero también un gran negocio para la industria bélica y sus representantes políticos. Estados Unidos, que, con la excepción de 18 años de paz, ha pasado 228 años de su historia promoviendo guerras, tiene, además, en el complejo militar-industrial (como lo definió Eisenhower, el 34º presidente estadounidense) el motor central de su economía.
No es casualidad, pues, que siendo el primer exportador de armas del mundo, sea también el principal promotor de los conflictos necesarios para vender esas armas que ayudan a garantizar la sostenibilidad económica de su fracasado modelo. Sin embargo, cada punto porcentual de aumento de las acciones de las grandes multinacionales del aparato bélico occidental corresponde a una masacre humana.
¿Quién paga la guerra?
Pero las víctimas no son sólo externas, también internamente los países tienen repercusiones negativas en el desequilibrio socio-sanitario-ambiental. Porque por un mecanismo perverso pero aparentemente lógico, el fomento de las guerras estimula el desplazamiento masivo de los recursos destinados al bienestar hacia el sector bélico y la reducción del gasto social eleva el nivel de pobreza y las muertes por la menor capacidad de supervivencia de la parte más frágil de la población. La guerra, por tanto, tiene su propia connotación ideológica que se refleja en las políticas sociales, porque con la reducción del bienestar también entierra con sus muertos la idea de reducir las desigualdades, elevando así el nivel de conflictividad determinado por la falta de armonización del desequilibrio.
También hay que tener en cuenta el aspecto medioambiental: la dimensión continental de las sanciones producirá una inversión decisiva en las políticas medioambientales. La necesidad de autosuficiencia energética inducirá a franjas enteras del planeta a intensificar la producción fósil y contaminante, abandonando la reconversión industrial y la reducción de los índices de emisión que habían establecido tanto el Protocolo de Kioto como los Acuerdos de París.
En cuanto al orden económico internacional, las repercusiones son aún más evidentes. En el escenario actual, con la crisis de abastecimiento de materias primas y productos acabados, la guerra y las sanciones se extienden a terceros países y, con ello, asistimos también a la pérdida de sentido de ciertas instituciones internacionales que, por definición, cumplen (o deberían cumplir) una función de regulación de la interdependencia de los mercados. La primera de ellas es la Organización Mundial del Comercio, creada por Bill Clinton en 1995, seis años después de la caída del campo socialista. La superación de la antigua estructura existente (GATT) tenía su explicación pública en la idea de que la reducción progresiva de las barreras comerciales uniría al mundo en una interdependencia ligada a cadenas de producción cada vez más largas y a una división del trabajo cada vez más complementaria.
Mucho menos confesables eran los aspectos concretos de la operación, que en los inmensos territorios pertenecientes a la URSS preveía una invasión masiva de productos estadounidenses frente a un decidido saqueo de los recursos del subsuelo. Todo ello en paralelo al control político sobre el gobierno ruso, lo que también llevaría al control estadounidense del antiguo potencial bélico estratégico soviético. Estados Unidos seguiría siendo el único país del mundo que posee armamento nuclear estratégico, es decir, misiles balísticos intercontinentales, y el fin del fantasma de la respuesta rápida y la autodestrucción del planeta cambiaría para siempre la doctrina militar estadounidense y su vocación imperial no encontraría obstáculo alguno.
Una demostración de cómo las ambiciónes estadounidense son la verdadera agenda de la OTAN se encuentra en las recientes declaraciones de Stoltemberg de que «la OTAN nunca aceptará que Crimea esté en manos rusas». Como si le correspondiera a la OTAN decidir el destino de una disputa entre Rusia y Ucrania, o intervenir en un territorio donde la OTAN ni siquiera está formalmente presente. En la próxima reunión del G7, Biden propondrá una línea que reniega de cualquier tipo de negociación y propone la continuación y profundización de la guerra. Esto revela el verdadero objetivo de la OTAN: la derrota militar, política y económica de Rusia. Una declaración que abre el camino a la tercera y última guerra mundial.