Por: Erving Vega
Hay una romántica historia que cuenta cómo llegó la imagen de la Virgen de la Concepción a El Realejo, Chinandega, y de cómo la venerada imagen se quedó por designios de Dios, a petición de los lugareños y a pesar de que los planes del caballero que la traía era llevarla consigo hasta Perú.
Era el año de 1562, nos cuenta el historiador Clemente Guido, en Historia y Tradiciones de la Devoción Mariana Nicaragüense, cuando don Lorenzo de Cepeda, escapando de una tormenta llegó al Puerto de la Posesión (hoy El Realejo) con la imagen de la Virgen y de allí viajó al pueblo de Tezoatega (hoy El Viejo). Pronto la imagen adquirió prestigio de milagrosa entre indios y mestizos del pueblo. Cuando don Lorenzo se dispuso a seguir el viaje tuvo que enfrentar las protestas y ruegos de los lugareños. Como un designio de Dios, cuando don Lorenzo se hizo a la mar sobrevino otra tormenta y tuvo que retornar. Todos interpretaron que la Virgen no quería irse y don Lorenzo accedió a que se quedara.
Este es el primer vestigio de la Inmaculada Concepción en Nicaragua; aunque la celebración de la gritería, como nos dice el investigador cultural Wilmor López, se remonta a 1740 en León, con la llegada de los frailes franciscanos. Para 1745, según López, la celebración toma carácter nacional y la Virgen María es considerada la patrona de Nicaragua.
Pero también hay una historia, para nada romántica, que nadie o muy pocos se atreven a cuestionar. Y es que la colonización española en América Latina y el Caribe ocurrió con la bula (el aval) de la Iglesia católica. El saqueo, las masacres, la opresión; todo el proceso de colonización fue ejecutado con la espada y la cruz por delante. Y si esto es verdad, también lo es que, con reconocidas excepciones, los religiosos participaron en el sometimiento de los pueblos originarios y pusieron al servicio del invasor su doctrina, sus símbolos, sus santos y sus vírgenes.
Nos guste o no ese es el contexto en que llegan las imágenes que veneramos. Y ese es el contexto en que nace el grito de ¿Quién causa tanta alegría?. Y no estoy ofreciendo pretextos para desilusiones o justificación para la apatía y menos para el rechazo. Acaso haga falta un estudio que explique cómo viniendo de esa realidad hemos llegado a tan maravilloso acontecimiento. Maravilla sí, porque ¿acaso hay otra tradición así, que trascienda lo nacional desde lo territorial para asentarse en el ser de los nicaragüenses?
Sin tener el cómo, me atrevo sin vacilación alguna a reconocer al autor de esta obra magistral. Es el pueblo, entendiendo como pueblo a la inmensa mayoría humilde que desde la fe cristiana da vida, sin artificios y genuina espontaneidad, a una expresión multidimensional y profundamente humana, espiritual y material.
En la Purísima está el sentido de solidaridad del nicaragüense y por eso compartimos la gorra, no desde la abundancia, sino desde la hermandad.
En la Purísima está el sentido de familia unida porque entre todos lo hacemos posible, un poquito cada uno.
Está la vocación de alegría y paz y por eso ríos de familias van y vienen entre cantos, risas y esperanza.
Están los niños felices, maravillados, sin entender quizá lo que
pasa, pero seguro atesorando vida sana y armoniosa.
Está el arte, el folklore, la música.
Está nuestro canto, afinados o no, todos cantamos.
Y todos gritamos:
¿Quién causa tanta alegría?
¡La Concepción de María!