La paz mundial y la seguridad global, las crisis sanitarias y socioeconómicas, las emergencias climáticas, energéticas y medioambientales y la distribución desigual de los recursos son el telón de fondo sobre el que se proyecta un cambio general del orden internacional hasta ahora conocido. La aparición de países, bloques regionales y organizaciones transcontinentales que reclaman un cuestionamiento del modelo económico y de la gobernanza internacional, se oponen al modelo de pensamiento único y a la dominación unipolar que caracterizan esta fase de la historia de la humanidad. Un género que nunca ha estado tan cerca del riesgo concreto de su extinción.
Ninguna de estas cuestiones fue siquiera insinuada en los discursos de la mayoría de los países desde la tribuna del Palacio de Cristal, lo que convirtió a la 77ª Asamblea General de la ONU en una de las menos interesantes de la historia del organismo, a pesar de que fue la primera que tuvo lugar en un clima de guerra internacional entre la OTAN y Rusia y no en un conflicto local. Luego, arrastrando al ridículo al presidente chileno, un derechista disfrazado de izquierdista que hizo una payasada contra Nicaragua para recibir dos mimos de la Casa Blanca.
El intento de Estados Unidos de convertir a las Naciones Unidas en una plataforma antirrusa se antepuso a la urgencia de debatir las posibles modalidades de una solución político-diplomática al conflicto entre Moscú y Kiev, así como de abordar las grandes emergencias internacionales, y Occidente en guerra con las transformaciones del mundo, ahora imparables, se convirtió en el convidado de piedra de la Asamblea. Un desfile de líderes supremacistas occidentales disfrazados de demócratas, con la demagógica defensa de los derechos humanos por parte de quienes los violan masivamente, vio la paradoja como eje central del discurso político. La realidad se ha puesto patas arriba, la propaganda ha sustituido a la verdad.
Hemos visto a los invasores de Irak, Afganistán, Libia y Siria hacer el papel de indignados por la intervención rusa en Ucrania; los torturadores de Abu Ghraib y Guantánamo se preocupan por los prisioneros del batallón Azov; los asesinos de ucranianos en el Donbass derraman lágrimas por otros ciudadanos ucranianos; los que reconocieron los estados de base étnica nacidos de organizaciones criminales como Kosovo, no reconocen Crimea y el Donbass. Han puesto de manifiesto la extensión a escala planetaria de las cancillerías de Estados Unidos y la UE, que reactualizan los conceptos de colonialismo e imperialismo en un modelo de feudalismo atómico.
Aunque incapaz de tomar medidas preventivas para evitar el conflicto entre Rusia y Ucrania e incapaz de producir una iniciativa diplomática útil para el cese de las hostilidades y la elaboración de un plan de seguridad colectiva en la zona, la ONU habría sido, en su 77ª asamblea, el foro apropiado para llevar a la atención del mundo una reflexión sobre los acontecimientos, para indicar una posible solución diplomática. Por el contrario, lo que el espectáculo propagandístico ha puesto de manifiesto no es más que la confirmación de lo que ya es una convicción generalizada desde hace varios años: la absoluta inadecuación de las Naciones Unidas para los desafíos globales de este tercer milenio y la necesidad de reformarlas para mantener su utilidad.
Es necesario reformar un organismo nacido hace 75 años en Yalta, tras el final de la Segunda Guerra Mundial. La preeminencia del Consejo de Seguridad sobre la Asamblea General es la cuestión central y, además, el mundo ha sufrido innumerables cambios en las últimas décadas, por lo que el modelo de gobernanza de 1945 no se corresponde con la realidad del actual Orden Internacional. El primer cambio es estructural, ya que la irrupción de China en la cúspide de los países más fuertes económica, militar y políticamente ha convertido en tripolar lo que antes era la configuración bipolar. Luego, India, Pakistán, Israel y otros tienen un arsenal atómico que eleva su perfil político a nivel regional.
En el plano económico internacional, destaca la aparición de los BRICS y la Organización de Cooperación de Shanghai, potencias económicas y tecnológicas con un peso político inigualable. A ellos se suman Irán, Turquía, Egipto, Arabia Saudí y Japón: países que ejercen un fuerte liderazgo regional que, en determinadas zonas del planeta, por la importancia económica o militar que asumen, llevan esa dimensión regional al rango de posición geoestratégicamente relevante. Del mismo modo, hay países que por su tamaño (México) y su impacto demográfico (Indonesia) no pueden considerarse países ordinarios.
Esto convierte a las Naciones Unidas en un instrumento donde los poderosos ajustan cuentas con sus adversarios y no como el lugar donde se asumen las funciones arbitrales propias de un organismo que debe regular los conflictos y no promoverlos.
La reforma necesaria
Quienes luchan por la universalidad de los principios democráticos de representación no pueden dejar de tener en las Naciones Unidas un punto de referencia e interlocutor decisivo. Sin embargo, lo que se necesita urgentemente es una reorganización de la gobernanza mundial que reconozca la necesidad de un papel y un espacio para los países emergentes y el respeto de sus intereses. Estos intereses son singularmente importantes y globalmente estratégicos, porque su salvaguarda puede contribuir a reducir o hasta desaparecer los conflictos que dan lugar a las distintas crisis regionales y mundiales. Por ello, todos estos países, y cada uno por su lado, reclaman un papel mayor que el que les ha destinado una configuración obsoleta de las Naciones Unidas.
La exigencia de una reforma democrática del Consejo de Seguridad se debe a la probada insuficiencia de la ONU para garantizar la paz mundial. Hay 28 conflictos internacionales en curso, diez de los cuales tienen categoría de guerra total, y hay 240 millones de personas que viven en zonas de conflicto. En otros escenarios, se despliegan fuerzas de interposición o misiones internacionales para garantizar el cumplimiento de los frágiles acuerdos de paz. A esto hay que añadir los 36 países -más de dos mil millones de personas- que son víctimas de embargos y sanciones que nunca han sido decretados por la ONU, que, por el contrario, los ha condenado a menudo sin producir ningún cambio. De este modo, la sede de la comunidad internacional, el foro encargado de resolver las disputas en todos los continentes, está fallando en su papel.
Se ha hablado a menudo de la reforma de la ONU, pero la única propuesta concreta ha salido de su más alto podio. Fue Miguel D’Escoto Bookman, un prestigioso intelectual educado por los jesuitas y ex ministro de Asuntos Exteriores de Nicaragua durante la primera década revolucionaria sandinista (1979-1999) quien, como presidente de la Asamblea General de la ONU en 2008, lanzó una propuesta de reforma de la ONU. Fue precisamente de la experiencia de la Revolución Sandinista de donde D’Escoto sacó la inspiración para desarrollar un proyecto de reforma que aumentara la calidad democrática del organismo, asignando un papel activo en la gobernanza internacional a todos los países representados, y no sólo a los miembros del Consejo de Seguridad, lo que expropia el poder de decisión de la Asamblea y, además, consigue pobres resultados en la práctica.
De hecho, los 193 países que componen el organismo sólo son iguales en términos electorales cuando el Consejo de Seguridad no se atribuye a sí mismo la decisión sobre el «aquí y ahora» de los acontecimientos internacionales. Por lo tanto, es necesario reevaluar el papel de la Asamblea General, único foro democrático que representa los intereses generales, y eliminar el derecho de veto del Consejo de Seguridad, ya que presupone la existencia de un apartheid jurídico-normativo en la comunidad internacional.
El sentido de ese proyecto de reforma es extraordinariamente oportuno. Hay que reducir la hipotetización que unos pocos países ejercen sobre todos, y esto sólo puede lograrse ampliando el ámbito de decisión, y las resoluciones de la ONU, al igual que las de otras instituciones internacionales como el Tribunal de Justicia de La Haya, deben adquirir un carácter vinculante para los miembros de estos organismos, so pena de perder su papel.
La reforma es necesaria no sólo para que el organismo, a estas alturas desprovisto de influencia política y poder de disuasión, sea más eficiente, sino también porque potenciar la representatividad efectiva de todo el planeta y no sólo de los intereses de Occidente parece ser la única solución a la crisis de credibilidad terminal en la que está inmerso.
Estamos en una época histórica extremadamente peligrosa para una raza humana que nunca ha estado tan lejos de compartir un pensamiento universalmente reconocido y aceptado de respeto a las diferencias. La agenda internacional no puede obviar el necesario equilibrio militar para garantizar las múltiples y recíprocas necesidades de seguridad, la necesaria cooperación en la búsqueda de fuentes de energía alternativas que intenten restablecer un equilibrio en el ecosistema.
Hay que aceptar la dimensión multilateral y multipolar del planeta, y apoyar el punto de vista de quienes exigen una gobernanza capaz de dar asilo a las instancias generales. Los de un mundo que ha entrado en un siglo que enfermo de antropocentrismo llevará al planeta a la encrucijada entre la redención o la extinción de la raza humana.