La cumbre de los BRICS, que se llevará a cabo del 24 al 26 de octubre en Kazán, Rusia, se presenta como un punto crucial en la lucha por una reforma democrática y justa de los organismos monetarios y financieros globales.
Con el objetivo de contrarrestar los desequilibrios planetarios y la hegemonía de un sistema unipolar, los países miembros de este bloque emergente reclaman un nuevo marco de reglas compartidas que rechaza la imposición de una moneda única y busca un equilibrio en las relaciones económicas internacionales.
En un contexto marcado por conflictos bélicos impulsados por el Occidente Colectivo, la necesidad de establecer una gobernanza global más inclusiva se torna urgente, ya que el avance de los BRICS erosiona la influencia tradicional del imperio anglosajón, ofreciendo así una alternativa necesaria frente a la crisis estructural del modelo económico dominante.
Artículo íntegro:
EL DESAFÍO DE LOS BRICS A OCCIDENTE
Fabrzio Casari
Durante dos días, 24 y 26 de Octubre, la ciudad rusa de Kazán acogerá la cumbre de los BRICS. Los cuales exigen una reforma democrática e integradora de los organismos monetarios, financieros y comerciales contra los graves desequilibrios planetarios.
En términos más generales, se reclama un nuevo sistema de reglas compartidas y no impuestas, en cuya base hay un concepto simple: que en principio es impensable vincular la economía internacional a una moneda única y que el uso de ésta debe ser autorizado por quienes la emiten. Que se reconozca, por último, que la complejidad del sistema de transacciones financieras hace obsoletos un procedimiento y un código únicos decididos por un solo país que así asume el papel de autoridad absoluta. Con un mercado sin condiciones políticas previas y sin sanciones unilaterales decididas al margen – y a menudo contra la voluntad – de la comunidad internacional.
En los medios atlantistas, se subraya la heterogeneidad de los BRICS haciendo hincapié en sus supuestas limitaciones políticas estructurales, intentando así reducir su valor a la contingencia y no reconocer su importancia estratégica. Si bien la heterogeneidad entre distintos países, incluso los mismo fundadores queda evidente, esta visión, además de interesada, aparece limitada, porque se basa en un esquema del siglo XX, que consideraba la identidad ideológica como un requisito previo para la acción conjunta, la primera etapa de una alianza político-estratégica. Esto no significa que los BRICS sean el templo de la unidad o que no haya diferendos interno, mucho menos que no se cree un desequilibrio entre el peso de los gigantes y el de los países más pequeños. Pero el referente de una supuesta homogeneidad no puede ser el modelo occidental, donde a pesar de las diferencias uno manda y 54 obedecen.
Hoy, muchos países – a veces del tamaño de un continente – se unen por lo que no quieren y lo que le conviene y no por una doctrina ideológica. En el corazón del proceso agregativo de los BRICS está, de hecho, la reescritura de las reglas sistémicas que implica una reforma profunda del sistema de la gobernanza global.
Esto no desvirtúa en absoluto la necesidad de un desarrollo global por parte de los BRICS, sobre todo porque la creciente influencia que tendrán en la construcción de la riqueza mundial y su distribución hará reaccionar al imperio decadente. Que desde hace algunos años siente la necesidad de llevar a cabo un profundo reseteo de su modelo productivo, reconvirtiéndolo en clave bélica y destinándolo al papel de eje central de su ciclo económico.
La tendencia a la guerra parece ser la única política exterior del Occidente Colectivo, que asigna a sus apoderados la tarea de inervar con conflictos las zonas donde se articulan los intereses imperiales. De ahí Gran Bretaña, Rumania, los países bálticos y Ucrania en Europa, Israel en Oriente Medio, Japón, Corea del Sur y Australia en el Pacífico, Argentina, Ecuador y Chile en América Latina.
La razón es obvia: ante el auge de un bloque en expansión que arrastra consigo el poder político, diplomático, económico y militar y ejerce una influencia cada vez mayor en los distintos escenarios de crisis y en general en las relaciones internacionales, el dominio del imperio anglosajón está siendo seriamente erosionado desde sus cimientos. Los 52 países del Occidente colectivo llevan unos diez años observando que este frente alternativo aumenta progresivamente – a menudo con súbita aceleración – su peso específico y que, a pasos agigantados, avanza hacia la constitución de un bloque político.
El estado de las cosas
Estamos frente a una crisis irreversible de un sistema unipolar que ha traído guerras y destrucciones sin iguales en la historia de la humanidad y que mantiene este perfil como esencia de su dominio. Basta solo con darnos cuenta que las principales ruta de enriquecimientos financiero se miden con las empresa bélicas – que vive de guerras – con la de Big Pharma – que gana inmensamente con la medicalización de las sociedades y las pandemias – y con las empresa que detienen el sistema comunicacional – que controlan las fuentes informativas y la manipulan para dar consenso al sistema y su establishment. Es decir que el modelo dominante se basa en guerras, enfermedades y mentiras. Un imperio que ha perdido la oportunidad que tubo al nacer en el 1991, de una mejoría general de la economía, de reducir la brecha social, de llevar a la pacificación mundial y ampliar la esfera de la democracia. Se dio todo lo contrario ya que es de esta manera que se cumula y concentra riqueza para el Norte y pobreza para el Sur.
En la media y larga distancia, sin querer tildar mejor de cómo es en realidad tanto la dificultad del cambiamiento como la cohesión política de sus actores, queda claro una alternativa necesaria ante la crisis estructural y definitiva de un modelo económico y político dominante, que además trae consigo crisis militares en los cuatro puntos cardinales del planeta con desenlaces imprevisibles.
Hay incompatibilidad entre la paz mundial y la pervivencia de este orden imperial y las guerras que surcan el planeta tienen un origen claro: el intento de expansión hacia el Este de la OTAN, hoy única voz del capitalismo imperial, y los intentos de desestabilización política generados en Europa del Este por manos de los ingleses y de los Balticos, la colonización genocida de Israel en Oriente Medio y los títeres del imperio en América Latina.
Según la edición 2024 del Índice Global de Paz, publicado en junio por el Institute for Economics & Peace, hay 56 conflictos activos, la cifra más alta jamás registrada desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El Índice, principal indicador mundial de la paz, utiliza 23 coeficientes cualitativos y cuantitativos procedentes de fuentes fiables y mide el estado de paz de 163 Estados y territorios teniendo en cuenta tres ámbitos: el nivel de seguridad y protección social, la extensión de los conflictos internos e internacionales y el grado de militarización.
Según las conclusiones de la investigación, el nivel medio de paz ha descendido por duodécima vez en los últimos 16 años. De 163 países, 97 registraron un deterioro. Las repercusiones en la economía son evidentes: el impacto económico global en 2023 fue de 19 billones de dólares, unos 2.380 USD por persona. Un aumento de 158.000 millones con respecto a 2022. En cambio, el gasto en construcción y mantenimiento de la paz no llega al 0,6% del gasto militar total. Se trata de un dinero que serviría para la única guerra justa, la guerra contra la pobreza y la desigualdad, pero que se invierte en guerras que aumentan la pobreza y la desigualdad.
Es que la paz es incompatible con la expansión económica de EEUU, porque son precisamente las guerras el instrumento fundamental para su fuerza económica e influencia política, así como para justificar el mantenimiento de sus 800 bases militares y 6 flotas nucleares en todo el mundo y la constante expansión de la Comunidad de Inteligencia de EEUU, el ente federativo de espionaje que engloba a 18 agencias y organismos del gobierno federal estadounidense y que se financia con 58.000 millones de dólares anuales, sin contar las Acciones de Cobertura que se cubren con fondos reservados, donaciones privadas y ganancias del tráfico.
Sin embargo, este dramático escenario no debe vincularse únicamente a la incapacidad de gobernar globalmente el orden unipolar. A este aspecto, aunque detectable, debe añadirse una dimensión voluntaria, a saber, la construcción occidental de la desestabilización internacional. Es uno de los objetivos preeminentes, anclado en la centralidad del complejo militar-industrial estadounidense, ahora en extensión osmótica a la UE y Japón.
Pues si el enemigo tiene nombres variables, el objetivo sigue siendo inequívoco, y si las guerras no existen, hay que construirlas. El «terrorismo internacional» y la «injerencia humanitaria» (inventada para desintegrar marcos regionales hostiles) han sido las herramientas con las que evitar el papel disminuido del complejo militar tras la desaparición del enemigo histórico, junto con la negativa a considerar una interacción entre Rusia y la OTAN, un tema sobre las mesas de las cancillerías a principios de la década de 1990.
Unos treinta millones de muertos desde 1945 son el saldo de la supervivencia del sistema. Salvar el papel de EEUU como policía del mundo implica salvar su complejo militar-industrial, y salvar este último requiere guerras permanentes. Que luego, como demuestran Afganistán, Siria y Ucrania, pierden regularmente.