Celebración de la Purísima en Granada

Celebración de la Purísima en Granada
Foto: Celebración de la Purísima en Granada /Cortesía

Por: Jorge Eduardo Arellano

La mayor expresión de la religiosidad granadina es La Purísima, novenario remontado a la presencia franciscana, cuando la ciudad comenzó a ser sede de la provincia de San Jorge en 1550. Tras los dos primeros ataques piráticos (en 1665 y 1670), fue construido el Castillo que se inauguró en 1675 con el título de «Nuestra Señora de la Concepción». Entonces fue celebrado dicho acontecimiento con un sermón en la parroquia, pronunciado por el guatemalteco fray José Velasco, en cumplimiento del voto que tiene hecho de celebrar su fiesta la muy noble ciudad de Granada, en la provincia de Nicaragua.
Paralelamente a la impulsada por los mismos franciscanos en León, esta devoción mariana se había consolidado en Granada, según el «Alabado antiguo» del siglo XVIII que refería el arribo a la playa ––después de la invasión inglesa de 1780–– de la imagen de la Inmaculada, esculpida por el sevillano Cinerovo en 1721:
Navegando por las aguas,
en un cajón embarcada,
del Castillo vino a dar
a la ciudad de Granada.
Tal es el origen tradicional de «La Concha» o «La Conchita», como la han llamado los granadinos a esa venerada imagen que se hallaba en el Castillo de la Inmaculada en 1762, año de la hazaña de Rafaela Herrera. Un día antes de retirarse los ingleses ––se consigna en un documento–– entró a la capilla del Castillo un gorrión que estuvo aleteando y cantando delante de la Virgen. Pues bien, los soldados atribuyeron el retiro del enemigo a la poderosa protección de Nuestra Señora de la Pura y Limpia Concepción, hecho considerado entonces como “milagoroso”.
Ligada estrechamente a otras situaciones de peligro, la imagen se transformó en «patrona» espontánea de la ciudad, celebrándose su festividad de manera distinta a la de León, impuesta en casi todo el país. Por ejemplo, el poeta guatemalteco José Batres Montúfar escribía el 14 de diciembre de 1837: Hemos tenido la fiesta de la Concepción de la forma siguiente: se cubrió la parroquia con pañuelos, sobre-camas, flores artificiales… Se adornaron las candelas con flores de cera de todos los colores, se puso una lámpara de caña revestida de las mismas flores, se dijo misa, se tiraron como 2,000 bombas en descargas que aquí llaman cargas cerradas… Se han jugado toros sin toreros (sorteando como dicen aquí). Los toros eran buenos, los picadores 4 con una puya para todos: esto y unas tabletas de coco y algo de horchata fue toda la fiesta de Concepción.
En sus memorias antes del incendio de 1856, Gámez evocó que la celebración de La Purísima tenía lugar por la tarde del 8 de diciembre. Se colocaba la imagen “en la cima de una elevada nube cónica, formada con tela blanca, engomada y cubierta con numerosas flores y adornos brillantes, la cual se montaba sobre el camastro de una carreta, de la que tiraban los devotos y era paseada solemnemente por las calles con sus correspondientes séquitos eclesiástico, musical y militar. En ese día había recepciones en las casas de las Conchas y Conchitas, a quienes se daban los días, llevándoles algún regalo, acompañado con música y cohetes”. Además, describió las corridas de toros durante la fiesta de la Virgen de la Asunción en Jalteva, cada 15 de agosto, desarrolladas en la placita frente al templo. Las barreras se improvisaban con una cerca de taquezales (estacones de varas gruesas) o cañas bravas (bambúes), colocándolas horizontalmente hasta cierta altura. En el centro de la placita así cercada, se fijaba un horcón llamado bramadero al cual se amarraba el toro para ser ensillado con una albarda de sabaneros sobre la que se acomodaba el jinete, provisto de fuertes espuelas y con un buen látigo que aplicaba incesantemente al cuerpo del toro, durante sus corcovos, hasta hacerlo bajar, desesperado y buscar alguna manera de romper la barrera, momento que aprovechaba el jinete para apearse fácilmente, asiéndose a esta, si había tenido la felicidad de no ser derribado». Y añadía:
El juego de toros en Nicaragua, tanto antaño como ogaño, poco ha tenido de sangriento y cruel, y ha sido muy distinto del que se acostumbra en España. Se traían los toros de las haciendas del Llano o de las de Chontales, escogidos entre los menos mansos, y a las puertas de la ciudad les iba a encontrar una cabalgata de jinetes con los caballos adornados con flores y cintas en la cabeza y la cola respectivamente, precedidos de la música y el tamborón y disparando cohetes por todo el trayecto hasta llegar a la plaza, siendo entonces saludados por los repiques de las campanas que no faltaban en ninguna fiesta y las ruidosas aclamaciones de la muchedumbre. Aquello se llamaba el tope, y formaba parte de la festividad tan importante, como que no quedaba señor ni señorito que no fuese, caballero en su pelenko a tomar lugar en el tope. El toril estaba contiguo a la barrera y de esta pasaban a la plaza, de uno en uno, para ser jugados al compás de un alegre fandango o música por el estilo con golpes del tamborón y redobles de platillos.
A finales del siglo XIX, según Pío Bolaños, la celebración de La Gritería cada siete de diciembre continuaba siendo una alegre fiesta popular, pero sin diferenciarse de la forma desarrollada en todo el país. “Grupos de gentes recorrían esa noche las calles de la ciudad, portando faroles iluminados y forrados con papel de la china en colores. Los grupos, al llegar a las casas donde había altares y se rezaban las oraciones de la Purísima, se introducían a ellas cantando el conocido estribillo ¿Quién causa tanta alegría? y el grupo respondía en coro: ¡La Concepción de María! y en esas casas se les repartía chicha de maíz condimentada con gengible, cajetas de coco y de leche, trozos de ayote con miel de dulce de raspadura, trozos de caña, dulce, alfajores y otras golosinas».
En los años cuarenta, sobre todo en los barrios, La Gritería ––culminación del novenario de La Purísima–– era celebrada en la forma tradicional, de acuerdo con una cuarteta festiva en la que se aludía a la de una vivienda popular: Oh Virgen de Concepción, / de la Marcelina «loca» / que de los hijos que tuvo / el más feo es «Cocoroca». Pero, simultáneamente, comenzaba a gestarse la variante local de la forma leonesa o nacional: visitas, desfilando por las calles, para rezar y cantar y recibir el salveque (frutas, dulces, etc.) en dos ramadas: una en Jalteva y otra en Cuiscoma, barrios que competían sustentados en una rivalidad ancestral. El cronista Alejandro Reyes anota: Característica de Granada fueron las figuras iluminadas que llevaban los cantores. Estrellas y cometas, palomas y gavilanes, peces y tortugas, pirámides y molinos, serpientes y corderos, piraguas y vapores; y, como nota de relieve en el pintoresco desfile, diversas caricaturas de personajes conocidos. (¡Siempre la crítica y el humor aflorando en el carácter granadino!). Y continúa:
Todas estas figuras las hacían con delgadas ramas de madera forradas con papel de china de distintos colores; y por dentro se iluminaban con velas de espelma o con lamparillas de aceite o de kerosine. Todo ello sujeto con cañas de dos metros de longitud que, llevadas en alto, formaba sobre la cabeza de los romeros, principalmente cuando se reunían todos en una ramada, un mar fantástico de ondulantes luces: diríase una loca invasión de gigantescas luciérnagas en la fresca noche decembrina.
La ramada de Jalteva se alzaba como cabaña de madera y palmas, ocupando media anchura de la Calle Real, frente al Colegio Salesiano. En el fondo de la choza, la imagen de la Virgen ––casi un metro de alto–– descollaba entre ramos y guirnaldas de flores, especialmente de pastores y madroños. Nubes de algodón arriba ––especifica Reyes Huete–– y, como flores humanas, rodeándola, numerosas chiquillas convertidas en ángeles y querubines, con sus grandes alas de plumas de garzas cogidas en nuestro lago. Una orquesta tocaba Salve Reina del Cielo.
Por su lado, la ramada de Cuiscoma no era menos magnifica, distinguiéndose por una bóveda de cien metros de longitud, tirada de alero a alero en lo ancho de la calle y formada con cuerdas de las que pendían banderolas, gallardetes y guirnaldas de papel de irisados colores; y cien metros de alfombra en la calle, antes de llegar al altar de la Virgen: alfombra de aserrín coloreado, que formaba mosaicos artísticos, figuras caprichosas que nadie osaba destruir. Mas esta variante local fue suprimida por la autoridad eclesiástica, restableciéndose en 1953, un año antes del centenario de la proclamación del dogma y del Congreso Mariano.
Este fue el fasto que originó la forma suigéris o propiamente granadina de La Purísima, pues en 1954 fue celebrada en Catedral y cada día la imagen visitó una ramada ––espléndidamente adornada e iluminada–– en nueve barrios, correspondiéndole a cada uno un día de la novena: La Estación, el Plantel de Carreteras, Santa Lucía, El Arsenal, La Calzada, Palmira, Jalteva, La Hoyada y Cuiscoma. Fueron noches de música, canciones y luces ––refiere Reyes Huete––; noches inolvidables de amor y alegría dulcísimos, parecidas a las de antaño… Solo el salveque se hundió y desapareció para siempre, tragado por la escasez y la pobreza. Mas Granada había creado su tradición original, estableciendo un espacio de sociabilidad donde la Virgen iguala a todos los habitantes sin traicionar, antes bien consagrándolo, su sentido fastuoso de la celebración.