Preocupaciones, temores, incertidumbres acechan entre las barras y estrellas. El declive de la dominación tiene una pata en su propia insuficiencia y otra en la eficacia del adversario. El pasado tranquiliza poco si el futuro promete derribarlo. Y así, Estados Unidos y China compiten por la supremacía en inteligencia artificial (IA) desde 2017, cuando la República Popular publicó su «Estrategia de Desarrollo Nacional». Las empresas de ambos países son líderes en algunas de las aplicaciones cruciales de la IA: reconocimiento facial, algoritmos para servir contenidos, procesamiento del lenguaje natural hasta logística y robótica y vehículos autónomos. Ambos buscan imponerse en el estudio y las aplicaciones de lo que, con muchas razones pero también algunas dudas, es la llave de las puertas que abrirán el futuro.
Los respectivos sectores privados innovan con el apoyo de sus gobiernos. El público fomenta la educación en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas; asigna fondos en investigación y desarrollo para aplicaciones civiles y militares; y elabora normativas para poner orden en este campo. También existe una floreciente y continua colaboración entre instituciones de investigación chinas y estadounidenses, pero las crecientes tensiones políticas (especialmente el pacto de cooperación militar entre Moscú y Pekín) disminuyen su intensidad y perspectivas.
En la última década, los investigadores chinos han realizado importantes contribuciones en todo el espectro de la IA, sobre todo en aplicaciones como la visión por ordenador. Por ello, los temores estadounidenses han aumentado en los últimos años, aunque el dominio sobre los componentes de hardware – especialmente los semiconductores de gama alta – se consideraba una herramienta eficaz para mantener a Pekín a distancia. No es casualidad, de hecho, que las reservas de semiconductores de Taiwán apuntalen el interés estratégico de Washington. Por un lado se los apropia y por otro reduce el acceso a China, pensando así en marcar aún más su ventaja.
Pero la crisis de suministro iniciada con la propagación de la pandemia ha perjudicado los planes de Washington, limitados además por su falta de control sobre las tierras raras, la mayoría de las cuales abundan en China y Venezuela, así como en el Congo. La posesión de tierras raras es un terreno estratégico para la construcción y el mantenimiento de todo dispositivo tecnológico, y acudir al mercado internacional para adquirirlas no es, desde luego, la forma más fácil de garantizar la supremacía tecnológica. Sobre todo si, mientras tanto, China genera su propio hardware que reduzca la dependencia de Occidente.
Para Estados Unidos, China podría crecer económica y tecnológicamente, no militar y políticamente. Pero el crecimiento militar de Pekín no es la opción original de los dirigentes chinos, sino una reacción a las injerencias y provocaciones de Estados Unidos, que cree poder establecer fronteras, modelo de desarrollo y acciones de mercado del gigante asiático. Que, por supuesto, no tiene intención de calibrar su desarrollo en función de los deseos de Washington, que lo quiere en competencia con Moscú y no como aliado, subordinado a EEUU y no independiente, garante del equilibrio en el Pacífico y no comprometido con un diseño estratégico de liderazgo.
Esto no significa que Pekín sea ahora capaz de superar estratégicamente a Occidente. Pero es cuestión coyuntural y ya no estratégica. Aunque China no dispone de suficientes hidrocarburos y alimentos para sostener su crecimiento, y aunque la pandemia ha ralentizado sus planes, el desarrollo de la Nueva Ruta de la Seda está impulsando nuevos cambios en la economía mundial hacia el liderazgo en Oriente, donde China y Rusia – y pronto India – son líderes. Paralelamente, las asociaciones a través de acuerdos bilaterales y regionales en América Latina y África marcan la constante penetración de Pekín en el escenario mundial.
Estados Unidos ha obligado a sus aliados europeos a rechazar el proyecto de la Nueva Ruta de la Seda, tratando así de arrebatarles una orilla geográfica, económica y política de gran importancia. Por su parte, Washington observa cómo Pekín penetra en el continente americano e intenta huir a esconderse.
AMLO, Biden, Lula: conversaciones cuesta arriba
En América Latina, Pekín adopta una estrategia de ayuda e inversión basada en asociaciones y acuerdos de libre comercio. El comercio con China ha pasado de 12.000 millones de dólares en 2000 a más de 360.000 millones en la actualidad. El valor de sus préstamos, principalmente para proyectos de energía e infraestructuras, ha superado la financiación del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo. Se trata de líneas de crédito y ayudas que no están vinculadas a políticas económicas ni sujetas a la supervisión del prestamista, lo que constituye una novedad con respecto a los préstamos concedidos por los organismos financieros internacionales.
Pekín es ahora un sólido socioeconómico y comercial de muchos países y el segundo de todo el continente, por detrás de Estados Unidos. Petróleo en Venezuela y Ecuador, cobre en Perú y Chile, litio en Bolivia, mineral de hierro y niobio en Brasil, arroz y soja en Argentina. Pekín proporciona las fuentes de energía, los metales y las materias primas para satisfacer sus necesidades industriales y los insumos alimentarios que necesita para garantizar el sustento de una clase media en constante expansión.
A partir de 2017, Panamá, República Dominicana, El Salvador y Nicaragua han cerrado con Taiwán. La victoria diplomática sigue el curso de los buenos negocios. Por otra parte, muchos de los Estados mencionados están ampliamente dotados de recursos esenciales para el desarrollo chino y acceder a ellos es un aspecto importante a la hora de configurar el comercio, las opciones de inversión y la política exterior del gigante asiático.
El papel de China en América Latina, así como el enfrentamiento con Rusia, serán algunos de los temas de la agenda del presidente Biden en las próximas reuniones con AMLO y Lula. Su posición es decisiva para Estados Unidos, que desea que México y Brasil den la espalda a China. Parece difícil que esto ocurra y, en cualquier caso, demasiado tarde: ya son 21 los países latinoamericanos que se han sumado a la Iniciativa de la Franja y la Ruta.
AMLO pedirá a Biden un alto a los intentos de cambio de régimen en México y una política migratoria diferente (objetivos inalcanzables) pero no a cambio de que regrese el dominio de EU sobre Pemex o de que se reduzca el comercio con China. Al mismo tiempo, la retirada de todo apoyo a Bolsonaro y la disposición a considerar la entrada de Brasil en el Consejo de Seguridad de la ONU no parecen suficientes para revertir la política económica en Río. Es poco probable que los países latinos renuncien a un socio como Pekín, que ha sido de gran importancia para el crecimiento de las economías centro y sudamericanas en las últimas décadas. Además, una hipotética reducción de la inversión estadounidense podría ser compensada en parte por China, mientras que lo contrario no podría suceder dada la situación de la economía estadounidense.
Por último, pero no por ello menos importante, conviene recordar que Pekín nunca ha pensado en dibujar el mapa político del continente latinoamericano, y mucho menos en subvertir los resultados electorales de sus países. Lo cual, en el bicentenario de la Doctrina Monroe, adquiere un significado concreto y paradigmático.
El humor negro de Noruega
Hay bromas que se convierten en noticias y noticias que parecen bromas. A esta segunda categoría pertenece la propuesta del diputado noruego Christian Tybring-Gjedde, que propuso a Jens Stoltenberg para el Premio Nobel de la Paz. ¿El motivo? Se ha distinguido en la cumbre de la Alianza Atlántica en un momento de graves tensiones». ¿En qué se habría distinguido Stoltenberg, si no es en obedecer ciegamente lo que ordena Washington? Como los que le precedieron y los que le seguirán, desempeña el papel de portavoz del Pentágono, que utiliza a la OTAN como administradora de las colonias.
Stoltenberg es lo que se conoce como un «halcón» de la política militar. Ha defendido a cada paso del reloj la necesidad de mantener la guerra en Ucrania «para lograr la paz», utilizando como guion esas paradojas verbales en boga desde 1989. Sí, las de las «guerras humanitarias», que demuestran la necesidad de las élites mundiales de encontrar consigna adecuadas para sus aventuras de conquista, a fin de convertir la agresión en resistencia y definir el saqueo como “economía globalizada”.
No es extraño que Stoltenberg sea un ardiente defensor de la guerra, dado que su Noruega, gracias a las sanciones europeas contra Moscú, mediante la especulación con los precios del petróleo, se ha enriquecido a costa de toda la UE. Pero proponer para el Premio Nobel de la Paz a un hombre de guerra, que siempre ha apoyado la ampliación de la OTAN hacia el Este más allá de toda decencia, tiene el mismo efecto que nombrar a Drácula protector de los donantes de sangre o a Nerón inspirador de los bomberos.
Que un cantante de guerra se convierta en el símbolo de la paz no es solo una paradoja etimológica, lingüística, ética y política. Muestra cómo la politización desenfrenada de lo que una vez fue un premio que indicaba autoridad ética, profundidad política y prestigio internacional se ha convertido ahora en una broma, al igual otros premios, del Sájarov para abajo. Como en el programa ‘Gran Hermano’, ahora solo gana el que nunca es nominado.