En enero de 1981, unos policías en Yorkshire, a unos 250 kilómetros de Londres; atraparon a un hombre por un delito de robo de un camión. Lo que nunca imaginaron es que, sin querer, atraparon al despiadado “destripador de Yorkshire”, ese que decía que mataba al escuchar «la voz de Dios».
Los agentes se olvidaron del camión y empezaron a interrogar al hombre sobre los crímenes del “destripador”. El tipo primero negó todo hasta que, de pronto y sin ninguna razón en particular, empezó a reconocer uno tras otro los crímenes y les habló a los policías de su misión; la que le había «encomendado Dios».
Peter Sutcliffe llevaba años cavando tumbas en el cementerio de Bingley, un pueblito rural a 250 kilómetros al norte de Londres, cuando escuchó por primera vez “la voz de Dios”. En ese momento no la llamó así, pero fue el principio. Dejó caer la pala en el pozo que estaba preparando para recibir un ataúd y prestó atención. La voz estaba ahí y le hablaba suavemente, lo llamaba desde algún lugar.
Trató de precisar de dónde venía, porque estaba seguro de que le hablaba a él. Siguiendo el sonido llegó hasta una tumba descuidada, cubierta de yuyos, donde descansaban los restos de un polaco vecino del pueblo que había muerto muchos años antes. En la lápida había grabado una cruz.
Sutcliffe se quedó parado frente a la tumba, escuchando, y no tuvo dudas: la voz surgía de las entrañas de la Tierra, precisamente desde esa tumba.
«Dios le hablaba»
Ese día Sutcliffe, un hombre de 29 años que dividía las horas de su día entre su trabajo de sepulturero y la práctica obsesiva del fisiculturismo en el gimnasio del pueblo, no entendió qué le decía la voz, que era casi un murmullo. Sólo supo que le hablaba a él.
A la noche, en el pub – donde todos los días bebía una pinta de cerveza, y no más, después de la jornada laboral – Peter les contó a unos amigos su experiencia con la voz y uno de ellos le sugirió que podía ser “la voz de Dios”.
Las semanas que siguieron, la voz siguió hablándole de a ratos, siempre en el cementerio. Peter empezó a entender qué le decía. Eran cosas buenas: le decía que era un buen hombre, que por eso le hablaba, que lo había elegido.
Después la voz comenzó a acompañarlo a todas partes, le hablaba en los momentos más inesperados. Hasta que una tarde, de nuevo en el cementerio, le dijo que lo había elegido para cumplir una misión a la que no podía negarse: debía limpiar el mundo de prostitutas y tenía que hacerlo de manera terrorífica, ejemplificadora; para que las mujeres temieran caer en la tentación de cometer ese pecado.
Una ola de asesinatos a prostitutas
Corría octubre de 1975 cuando Peter Sutcliffe, el destripador de Yorkshire, empezó a matar. En los seis años siguientes asesinó a 13 mujeres e hirió gravemente a otras siete. En muchos casos les mutiló los genitales, les abrió el abdomen y les extrajo los órganos. Esos fueron los casos comprobados, porque se sospecha que hubo muchos más, incluso dos fuera de Inglaterra.
Poco después de escuchar “la voz de Dios”, Peter Sutcliffe sufrió un cambio brusco de personalidad que sorprendió gratamente a sus padres y también a su esposa Sonia; con quien se había casado en 1974. Por primera vez en su vida tomó una iniciativa productiva y se propuso sacar el carnet profesional de conductor con la idea de trabajar como camionero.
Lo que su familia no imaginó fue que esa sorprendente iniciativa no tenía que ver con sentar cabeza y mejorar su nivel de vida; sino que era un instrumento para cumplir con la misión que le había encomendado “la voz de Dios”.
Merodeaba las zonas rojas con su vehículo, requería los servicios de una mujer, las subía al camión y las golpeaba en la cabeza; casi siempre con un martillo, para desmayarlas. Luego las bajaba en una zona desolada, la pateaba dejando las marcas de sus botas sobre el cuerpo, la remataba partiéndoles el cráneo con el martillo y las mutilaba y destripaba.
Confesión, condena y muerte
Peter Sutcliffe habló durante horas la noche del 2 y la madrugada del 3 de enero de 1981 en la comisaría, frente a los agentes Bob Ring y Robert Hides; en una sala que poco a poco se fue llenando de jefes policiales dispuestos a llevarse su tajada de prestigio por una captura que a todas luces había sido casual.
Con la confesión frente a sus ojos, los abogados de Sutcliffe intentaron que se lo declarara inimputable por “demencia”, pero el tribunal desestimó el argumento y lo condenó a cadena perpetua en mayo de 1981.
Lo destinaron a la prisión de Parkhurst, donde estuvo encarcelado durante un año y cuatro meses, hasta que los psiquiatras penitenciarios dictaminaron que se lo trasladara a un hospital para enfermos mentales.
El Tribunal Supremo británico rechazó su apelación de solicitud de libertad en el año 2010 y confirmó la cadena perpetua impuesta, pero decidió que siguiera cumpliéndola en el asilo donde estaba destinado. Allí murió en noviembre de 2020 por coronavirus, enfermedad de la que ni su «Dios» lo pudo salvar.