La paciencia pudo con el sentimiento. Francia, imponente en el físico y sin una arruga, destruyó la cementera de Tabárez con dos detalles. En uno le robó una de sus armas de destrucción masiva, el balón parado, con un cabezazo de Varane. En otro, Muslera entonó La Marsellesa en un disparo de Griezmann. El bloque de Deschamps está a dos pasos del paraíso.
La selección francesa se metió en el paisaje uruguayo con personalidad. Cuando había trinchera se pintó la cara. Cuando se encontró con un gol sacó la calidad y el despliegue, amarrada al poderío de Kanté y Pogba y a la inteligencia de Griezmann. No era un día para filigranas.
El bastón de Tabárez agotó los milagros. El técnico, que lleva haciendo alineaciones desde pequeño, se quedó sin Cavani, uno de sus escudos. La ausencia pesó en el ánimo. Por el compromiso y la entrega esa escuadra merece una cabalgata por Montevideo
Uruguay ya sale sudada al campo. Desde ahí todo lo que sucede es una sobredosis de carácter. A los pocos segundos Giroud conocía lo que es tener detrás a Giménez soplándote los dos apellidos. En la banda Stuani intentaba dejar a Lucas Hernández con problemas de memoria.
Francia supo pronto que no iba a encontrar una duna desierta para montar contraataques, el territorio idóneo para que Mbappé conecte el cohete. La sensación gala creaba peligro sin el caos de otras tardes cuando deja piezas de repuesto de defensas por el camino. Cada balón peleado con Laxalt daba para un cortometraje.
Uruguay no es Argentina, un manual de la desorganización defensiva. El bloque de Tabárez se junta y no se despega, es como si jugara por orden alfabético. La única manera de tomarle la temperatura es a balón parado. Lo hizo Portugal, con Pepe y repitió hazaña Varane para Francia.
Durante una época Francia se hizo célebre porque su centro del campo era una sala del Louvre, con Platini, Tigana, Giresse, Luis Fernández o Genghini. Ahora prima el gimnasio de Pogba, auxiliado por Kanté, dos purasangres, elásticos y rápidos. Se ha perdido encanto, se ha ganado distancia.
Se jugaba a lo que quería Uruguay cuando una falta lateral la remató Varane. Era la única manera en el único remate galo de una primera parte a la que ya le salía barba. La reacción charrúa fue rápida. A balón parado, cómo no. Martín Cáceres cabeceó y respondió Lloris con una parada de portero grande.
Uruguay no respondía, huérfana de fútbol y creatividad. Stuani y Luis Suárez encontraban cerrado el comercio de reparto de balones. Al partido le faltaba algo de tragicomedia. Lo encontró en la pifia de Muslera a remate de Griezmann. El rojiblanco dio una lección de inteligencia. Vio dónde estaban las llamas, se alejó y encontró una finca entre líneas, suficiente para tocar y aliviar con categoría.
En el último episodio cabe destacar que Giménez jugó los últimos minutos con lágrimas en los ojos, como uno de los niños de la grada. Es la conexión uruguaya, aunque esta vez el sentimiento no pudo con el fútbol, lo que puso Francia.