Las telenovelas turcas han llegado hasta el último rincón del mundo y solo queda un lugar donde librarse de ellas: Turquía. No engancharse –o por lo menos desengancharse– es aquí mucho más fácil.
No solo porque llevaría años entenderlas en versión original, sino porque incluso llegados a ese hipotético punto, el sacrificio no habría hecho más que empezar. Y es que en Turquía las telenovelas son como un empleo a media jornada, de lunes a viernes.
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De ocho a nueve de la tarde, mientras se cena, los turcos ven el resumen de la semana anterior. Y luego, hasta casi medianoche, la nueva entrega. Por cada veinte minutos de serie –ya de por sí algo lentos– hay siete minutos de publicidad. ¡Menos mal que el abundante uso de exteriores da un respiro!
Ni los mismos turcos vieron venir el éxito global de sus seriales, hasta el punto de que solo el gigante estadounidense les hace sombra. En verdad, Turquía jamás habría logrado una audiencia mundial con series de humor.
Pero los melodramas románticos y familiares son otra cosa. Son universales, como al parecer, el atractivo de sus actores y actrices. A ello hay que unir guiones de factura clásica, bien trabajados y ambientaciones muy cuidadas, sobre todo las históricas.
Turquía teme, en lo económico, caer en la trampa de la renta media. Pero su modernidad a medio camino ha terminado siendo una bendición para las ventas internacionales, porque lo mismo triunfan en Barcelona que en Pekín, en Karachi que en Belgrado y en Buenos Aires que en Argel. Algo impensable hace quince años.
Los latinoamericanos todavía se frotan los ojos, por la forma como los turcos le han dado la vuelta a la tortilla, vendiéndoles sus telenovelas.
Tampoco nadie habría apostado que los dramones turcos se harían un hueco en Bombay antes de que Bollywood hiciera lo propio en Ankara.
Los islamodemócratas llevan dieciocho años en el poder, pero nadie lo diría si tuviera que juzgar por las series turcas. El partido de Recep Tayyip Erdogan querría ver mujeres con pañuelo en todas partes, excepto en sus telenovelas.
Hacerlas monjiles les haría perder hasta la audiencia conservadora. No hacerlo, sería polémico. Lo cual no es óbice para que el presidente se permita polemizar con las numerosas series históricas, tipo Ertugrul . Desde la caracterización de tal o cual sultán, hasta la generosidad de un escote.
En contra de lo que podría parecer, la audiencia extranjera le preocupa bien poco a los guionistas turcos. La competencia es feroz y de lo que se trata es de no saltar de la parrilla turca antes de los treinta episodios.
Solo los supervivientes pueden, además, dar el salto , pero para entonces todas las características de los personajes y el intríngulis ya están bien definidos.
En España, el fenómeno turco lleva dos años y medio, gracias a Nova y luego Divinity. Pero en el mercado hispano la cosa es mucho más longeva.
Todo empezó en Chile, explica desde Santiago la productora Natalia Freire: “Entraron con todo hace unos ocho años e hicieron estragos. Las Mil y una noches fue el primer gran culebrón que desbarató la industria local, puesto que un capítulo suyo rendía más que una entrega local que costaba un mil por ciento más”.
En adelante, dice, se dispararon los viajes turísticos a Turquía y hasta los bautizos católicos con nombres turcos: “Ezra, Onur, qué se yo”. Medio mundo aún analiza el por qué: “Al parecer, muchas mujeres maduras y no tan maduras extrañaban una cierta moral a la hora de consumir ficción y no les importa esperar cincuenta capítulos para el primer beso”. Ósculos, por lo demás, de lo más castos.
Este romanticismo enfermizo, con galanes como de fotonovela italiana de los ochenta, no oculta un conservadurismo bastante machista, aunque menor al de la sociedad turca en general.
Netflix acaba de comprobarlo, al ver como un guion con un personaje homosexual era vetado por el Ministerio de Cultura.
Hay otro aspecto de la guerra cultural que vive Turquía –que acaba de culminar con la reconquista de Santa Sofía para el islam– que también se refleja en la pantalla.
Es la obsesión historicista por reivindicar el pasado otomano, sepultado durante ochenta años por el culto republicano a Atatürk. Otras series, bañadas del nacionalismo militarista que impregna a unos y a otros, tienen menos recorrido fuera del país.
En cualquier cosa, Turquía combina como pocos el hard power y el soft power y vende sus culebrones –dizi, en turco– a más de ochenta países. Su asignatura pendiente es el salto a la gran pantalla o a otros formatos televisivos.
Chile es el país con más dizis en su programación, aunque en México y Argentina los pagan mejor. En Europa, al margen de las islas Británicas, casi el único país que no las compra es Alemania, porque, de todos modos, la inmigración turca ya las sigue con años de antelación, por satélite y en versión original.
Otras industrias audiovisuales se rompen la cabeza por el secreto de su éxito, cuando en el fondo se trata casi siempre del cuento de la Cenicienta (o del Ceniciento). Lo atribuyen a sus exteriores en el Bósforo, a sus tramas clásicas, a sus heroínas nunca del todo modernas.
O, para qué engañarse, a sus actores –¿o serán modelos?– de aspecto varonil y balcánico. Que sean algo inexpresivos no parece importarle mucho a sus fans, capaces de colapsar hasta el área de llegadas de Barajas y de aprenderse el más impronunciable de los nombres turcos.