El pasado septiembre, en el desfile que el diseñador Palomo Spain organizó en el hotel Wellington, una mujer pálida y menuda apareció de la nada y todo el que se encontraba allí susurró: “Es igual que Lindsay Lohan”. No, es que era Lindsay Lohan (Nueva York, 1986), que hoy cumple 32 años.
La visión no era solo extraña porque aquella estrella internacional llamaba la atención entre estrellas y socialites patrias. También lo era porque, al verla, todo el mundo se preguntó dónde se había metido durante todos estos años.
Lejos quedaban los días de su fama abrumadora. Primero, como la Lindsay Lohan estrella de Hollywood: tras una serie de películas juveniles de éxito tocó techo con Chicas Pesadas (2004), que además encandiló a la crítica y es aún hoy la gran comedia adolescente de la década.
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La industria discográfica también se fijó en ella y publicó dos discos de pop adolescente con éxito moderado en las listas. Después se convirtió en LiLo, la figura mediática que mantenía al mundo entretenido por sus excesos nocturnos, sus turbulentas relaciones tanto con hombres como con mujeres, sus accidentes de coche, sus problemas con la ley, su vida errática de hotel en hotel, sus problemas familiares y sus desencuentros con la industria cinematográfica, que empezó a considerarla veneno para la taquilla y una actriz, además, difícil de manejar.
Sus últimas películas de la pasada década fueron consideradas fracasos de taquilla. En tres años (el tiempo que pasó de Chicas pesadas al thriller Sé quién me mató), Lindsay pasó de ser la niña mimada de una industria a su mayor chiste. Lohan se convertía en todo lo que uno espera de una estrella infantil presionada por un mundo implacable: la chica atormentada, adicta y perdida en la vida.
Después llegó una época extraña: la parodia de sí misma en películas como Scary Movie 5 y un reality show a mayor gloria de Oprah Winfrey, las aventuras empresariales incomprensibles como su colaboración vista y no vista (y destrozada por la crítica) con Emanuel Ungaro en 2010 o la película de bajo presupuesto The Canyons, por la que cobró 100 dólares al día y cuyo problemático rodaje a la prensa de sociedad durante meses.
Después, Lindsay Lohan, más o menos, decidió desaparecer y dedicarse a proyectos más pequeños y a poner en orden su vida. Cuando hizo acto de presencia en el Hotel Wellington las voces eran dubitativas. “Creo que ahora vive en Dubai”, decía alguien. Nos lo confirmó David Martín, editor de la revista de moda ODDA y responsable de su participación en la Semana de la Moda de Madrid de aquel septiembre: Lindsay estaba recién llegada de Mykonos y vivía ahora en Dubai. Cuando nos pusimos en contacto con su representante para pedirle una entrevista, nos comunicaron que la señorita Lohan no daría entrevistas en su paso por España.
Efectivamente, Lohan no da entrevistas. A menos que sea para reflejar su nueva vida como mujer de negocios. Lindsay vive hoy en Dubai, un lugar extraño para una mujer, donde la ley exige el permiso de su marido para ocupar un puesto profesional, es benevolente con la violencia de género y las relaciones sexuales fuera del matrimonio están penadas. Pero su ley también contempla algo que para Lindsay valió la pena: no hay paparazzi que la persigan allí. Tomar fotografías en ciertas áreas restringidas o entrometerse en la privacidad ajena con el uso de una cámara es ilegal.
Sus aventuras empresariales en el mundo de la hostelería comenzaron en 2016 cuando, junto al empresario griego Dennis Papageorgiou, creó el Lohan Nightclub en Atenas, una discoteca en la que ella aparecía como atracción promocional dos veces al mes. Pero su verdadera pasión, según relató en una entrevista reciente al New York Times, la ha puesto en el Lohan Beach House, un local en una playa de Mykonos.
“Soy una persona normal, una persona amable. Una buena persona. No tengo malas intenciones. Mi pasado pertenece al pasado”, declara en la entrevista. Y añade, en lo que parece un golpe a la familia que actualmente ha tomado su lugar como entretenimiento del mundo entero: “Este es un lugar seguro. Y menos exigente. Aquí no enciendo la televisión y me encuentro con las Kardashian. Aquí elijo lo que quiero ver y cómo quiero vivir”.
Un vistazo a las fotografías que nos devuelve Instagram cuando buscamos la localización del Lohan Beach House Mykonos nos revela que el lugar es un local ibicenco con techos de paja, una barra enorme, mesas para comer y muchas sombrillas. Lo que aquí llamaríamos un chiringuito, un poco más lujoso si cabe. Las playas en Mykonos no son demasiado grandes, de todos modos, y esta en concreto donde se encuentra el local de Lindsay está cerca de otra en la que en 2016 el hombre que era su prometido, el joven millonario ruso Egor Tarabasov, la agredió ante una cámara. Si existe el karma, para Lindsay se ha presentado en forma de tumbona.
La historia de Lindsay parecía hasta hace pocos años abocada al desastre, pero este parece un final feliz. Una vida discreta en un lugar blindado, un club propio en una de sus playas favoritas y, según revela al New York Times, otros dos en camino: uno en Rodas y otro en Dubai. Eso sí, Lindsay siempre será Lindsay. En el artículo del periódico neoyorquino se detalla que no hay fotos de la propia Lindsay (el fotógrafo que viajó a Grecia solo pudo hacer fotos del chiringuito y sus clientes) porque pretendía cobrar por ellas. Claramente, su nuevo espíritu de empresaria no se detiene detrás de la barra.