Andrés Iniesta escucha mucho, pregunta bastante y hasta se divierte un poco con la información que genera su futuro desde que anunció su salida del Barça. Hubo quien explicó incluso cómo era la ciudad china a la que se iba a mudar, también se cuentan los que le sitúan en Australia o Estados Unidos mientras varios le ven en Japón. A cualquiera le incomodaría tanta incertidumbre y hasta puede que se preguntara si el jugador no se precipitó en su despedida sin antes no tener cerrado un acuerdo con un club que no sea de Europa. El aun capitán barcelonista, sin embargo, se ríe y se interesa por las noticias, sorprendido cuando alguien descubre algo que suponía reservado, encantado con los elogios que merece su fútbol de seda en la Liga.
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No parece para nada intranquilo, como si la bola del mundo fuera igual a aquella pelota que pateaba de niño en Fuentealbilla, con la diferencia de que ahora es el cabeza de familia a cuyo alrededor gira la vida de los Iniesta. Andrés no tuvo infancia, recluido desde los 12 años en la Masia, mientras su hermana y sus padres se desvivían para que pudiera cumplir su sueño de debutar en el Barça. Maribel ayudaba en el bar, siempre solícita, a fin que su hermano pudiera jugar al fútbol; José Antonio iba de andamio en andamio, convencido de que su hijo sería el futbolista él no pudo ser; y Mari lloraba desgarrada desde la distancia para que su niño del alma aguantara en Barcelona.
“Tuve una sensación de abandono, de pérdida, como si me hubiesen arrancado algo de dentro (…) Tuve que separarme de mi familia, no sentirlos cerca (…). Lo elegí yo, es verdad, pero se me hizo…”, escribió Andrés en su autobiografía para contar su llegada a La Masia. Aquél, el día de entrada, fue el peor de su vida, de la misma manera que el de ahora, el de salida, 22 años más tarde, le ha supuesto una liberación. Hoy siente que no sería honesto consigo ni con el Barça si continuara un año más, aunque se le vea más titular que nunca, tal que fuera aquel adolescente al que Guardiola señaló como la estrella del futuro en la Copa Nike.
El mural de su carrera está repleto de imágenes que auguraban al excelso futbolista y la buena persona que es hoy después de marcar un gol en Stamford Bridge que inició la etapa más dorada del Barça (2009) y de meter el tanto que le dio a España el título de campeona del mundo que le faltaba después de reinar en Europa (2011). Iniesta era la cara amable de los niños azulgrana que cantaban villancicos por Navidad, fue el icono de la cantera cuando una representación de la entidad fue recibida por el Papa con motivo del centenario del Barcelona y formó parte del grupo barcelonista que en 2007 visitó a Nelson Mandela.
A Iniesta le quieren incluso en el Espanyol y en el Madrid. El único campo en que le pitan sin que se sepa por qué es San Mamés cuando a su padre le llamaban curiosamente Dani por ser un jugador parecido al que fue delantero del Athletic. José Antonio se dedica a las Bodegas Iniesta desde 2009. Quiere asegurar el futuro de la empresa a fin de que el vino no sea una preocupación para Andrés y sí una ocupación para Maribel. Mamá Mari, mientras, vigila que todo marche bien en casa.
La reina en Esplugues y en Fuentealbilla es Anna Ortíz, “la persona más maravillosa que me he encontrado en mi vida, la que me hace feliz cada día y con la que nos hemos regalado tres tesoros”—Valeria, Paolo Andrea y Siena—, en palabras de Andrés. Tres hijos exigen una atención continuada y Anna, estudiante de Derecho y excelente nadadora, ha aparcado su trabajo de asesora de imagen, de moda y de interiorista-decoradora que le llevó a colaborar en el estudio Coton et Bois. Anna y Andrés se conocieron durante la verbena de San Juan de 2007 en el pub El Teatre de Mataró, se casaron en Tamartit en 2012 y hoy se admiran y piropean mutua y públicamente como se vio el día que el jugador anunció su partida del Barça.
La de Iniesta parece una despedida sin fin, tan a gusto como se siente, y el repaso de su vida tiene el color de un cuento de hadas si no se repara en el tiempo en que tardó en ser titular, en la pérdida del que iba a ser su hijo Andrés o en el pozo sin fondo en que cayó antes de la final del Mundial-2010. Ocurre que Andrés Iniesta se ha pasado la vida repartiendo caramelos, como dijo Frank Rijkaard, y, mientras dice adiós, nadie tiene para él un feo ni un reproche, sino palabras de gratitud, al menos hasta que diga donde se va.