Desafiando el intenso olor a azufre, los turistas se acercan para asomarse al pozo de lava que bulle muy cerca de la superficie en el cráter del volcán Masaya, cuya furia trataron de aplacar los indígenas en el pasado sacrificando doncellas y niños.
«Es algo extraordinario, único en el mundo», dice a la AFP Noheli Pravia, una turista francesa mientras observa el turbulento magma que se aprecia desde el borde del cráter a menos de 100 metros de profundidad.
El Masaya, el Kilauea de Hawai y el Nyiragongo de África son los únicos volcanes del mundo que forman de manera periódica efusiones de magma en su cráter, afirma el geógrafo y ambientalista nicaragüense Jaime Incer.
La lava del Masaya, ubicado a 20 km de la capital nicaragüense, emerge a la superficie cada 25 o 30 años desde 1902 y después de un tiempo desaparece, pero mantiene la emisión de humos sulfurosos que se esparcen en los alrededores, oxidando los techos de las casas y asolando la vegetación.
Según Incer, si el material incandescente sube de nivel en cada aparición, es posible que dentro de 150 años el volcán haga una erupción similar a la de 1772, cuando el flujo llegó hasta donde hoy funciona el aeropuerto internacional.
A unos kilómetros del volcán se asienta el pueblo de Piedra Quemada que guarda los vestigios de aquella erupción: un lecho de piedras volcánicas que yacen bajo un relleno de tierra.
«Antes aquí no había tierra sino piedras», dice a la AFP Sandra Pérez, una de los 6.000 habitantes que han aprendido a vivir con el volcán y que no creen que sea una amenaza.
Impresionante
El pequeño cono, de 400 metros de altura, surgió hace 5.000 años. Está constituido por cinco cráteres de los cuales sólo uno llamado Santiago y el más grande- permanece activo, coronado por una densa fumarola.
Hace seis meses, el agujero incrementó su actividad con flujos de magma acompañado de esporádicos microsismos.
«Es la primera vez que veo algo como esto, es muy impresionante», expresa Mijaela Cuba, una enfermera austriaca.
Ella es una de los 4.000 turistas que han subido a la ardiente garganta en las últimas dos semanas, cuando el gobierno autorizó el ingreso de personas, aunque limitado a unos pocos minutos debido a los gases.
Sólo los pericos verdes y los murciélagos logran sobrevivir anidando permanentemente en el ambiente tóxico del cráter.
Es «muy especial», agrega entusiasmada la joven taiwanesa Sami Yen que toma fotos al borde del cráter desde donde se escucha el oleaje magmático.
El volcán está ubicado en la zona más poblada del Pacífico nicaragüense y forma parte de un área protegida de 54 km2, en la que sobresalen vastos campos de lava petrificada poblados por blancos árboles de Sacuanjoche, la flor nacional.
Abundan las serpientes, monos cara blanca y animales que soportan altas temperaturas, asegura el guía Luis Solano.
La boca del infierno
Las llamas del Masaya, que hizo dos fuertes erupciones en 1670 y 1772, asustaron a los conquistadores españoles.
«Es una boca de fuego que jamás deja de arder», escribió en 1525 el primer gobernador Pedrarias Dávila al rey de España.
El fraile Francisco de Bobadilla creía que se trataba de la puerta al infierno, por lo que instaló una enorme cruz a la orilla del cráter.
Mientras que el codicioso Fray Blas del Castillo pensó que la lava era oro derretido y bajó colgado de una canasta para extraer material, según la leyenda.
Los indígenas chorotegas que habitaron la zona trataron de calmar al enfurecido volcán ofreciendo en sacrificio niños y doncellas a la bruja «Chalchihuehe» que según ellos, vivía dentro del foso ardiente.