Israel Keyes, hombre de 34 años, es un asesino que se había movido durante años con comodidad por todas las ciudades de los Estados Unidos; abusando de sus víctimas y cometiendo crímenes monstruosos. Nunca dejaba pistas y se había convertido en uno de los casos no resueltos del FBI. Pero cuando eligió a Samantha Koeing como su próxima presa no imaginó que un detalle terminaría con su raid de sangre.
La escena de las cámaras de seguridad estremece. Samanta Koening, de solo 18 años, se dispone a cerrar el kiosco en el que trabaja en Anchorage, Alaska. Está tranquila y se prepara un café cuando siente que la puerta del local se abre. Un hombre entra y va directo hacia ella. La apunta con un arma. La joven levanta las manos, cree que es un asalto, y sale de detrás del mostrador. Fue la última vez que la vieron con vida.
Esas imágenes grabadas se transforman en la única pistas, pero no llevan a nada. Mientras toda la policía de la ciudad la busca, el secuestrador y asesino la lleva a una casa abandonada. En ese cobertizo la viola con brutalidad, la mata y la descuartiza. Para deshacerse del cuerpo arroja los restos en en el solitario lago Matanuska, amparado por la distancia entre Alaska y las grandes ciudades del vasto territorio norteamericano. El hombre siente placer: es un asesinato más en su largo raid de sangre y muerte.
Cuando dejó la milicia, Israel cometió toda clase de estafas, hurtos y robos en establecimientos, además de atracos a bancos, pero siempre salía impune, la Policía no lograba atraparlo. Incluso llegó a confesar con posterioridad que violó a una chica, pero jamás se demostró nada.
El asesino criminal más buscado por el FBI de EE.UU
Una vez elegida su víctima generalmente en lugares remotos y a miles de kilómetros de distancia unas de otras preparaba y escondía en un impecable kit de muerte y dentro de un balde armas, silenciadores, bolsas plásticas, ancha cinta adhesiva, y cortaba los cables de teléfono de la casa de sus presas.
Durante meses, el asesino planeó viajes, eligiendo víctimas, violando, descuartizando, ocultando los cuerpos. La policía de EE.UU no podía relacionar ningún crimen ni pensar que una sola persona era el autor de los mismos. Estaban desconcertados.
Pero algo pasó en 2012 cuando entró a ese kiosco y se llevó a Samantha. Quizás ya estaba muy confiado. Quizás creyó que nunca iban a atraparlo porque su plan era perfecto. Pero por primera vez no se cuidó frente a las cámaras de seguridad, mató cerca del lugar donde vivía y, lo que finalmente lo hizo caer, cometió un error imposible: sacó dinero con la tarjeta de crédito de su víctima.
Dos meses después cayó en una playa de estacionamiento de Lufkin, Texas, por usar esa tarjeta que la policía rastreaba desde Nuevo México y Arizona. Y cantó todo.
Detenido como sospechoso de asesinato, acabó por confesar que mató a cuatro personas en Washington y a una en Nueva York; donde tenía diez hectáreas y una cabaña, posiblemente el cuartel general de sus minuciosos preparativos para matar.
Asesino, violador, pirómano, ladrón y asaltante de bancos desde el 96, cuando atacó a una adolescente en Oregón, fue, según los veteranos investigadores que lo interrogaron, “mentiroso, desfachatado y capaz de negociar sus crímenes”, prometió confesión completa a cambio de rebaja en su condena a muerte.
“Todo parecía lloverle. Se encogía de hombros, se reía a carcajadas, y encaraba los interrogatorios como una función de circo”, recordó un de los hombres de azul.
Aunque se le atribuyen más de 15 asesinatos a sangre fría, varios cuerpos fueron encontrados, su última víctima fue el lazo de su caída.
Uno de los psicólogos forenses que trabajó en el caso, describió al criminal como “una especie de adicto al asesinato”, alguien que cazaba sus víctimas en lugares remotos: senderos, campamentos, pequeñas ciudades, parques.