Las 1.356 páginas del informe de un gran jurado de Pensilvania sobre los abusos sexuales de clérigos a más 1.000 menores de edad están repletas de descripciones escalofriantes y de crudos ejemplos de impunidad.
La investigación revela que durante siete décadas la cúpula eclesiástica católica encubrió y toleró muchos de los abusos perpetrados por más de 300 sacerdotes. Por ejemplo, en la diócesis de Erie un cura confesó haber cometido en los años ochenta violaciones anales y orales a al menos 15 chicos, uno de ellos de solo siete años.
Cuando se reunió con el depredador sexual, el obispo de la diócesis, Donald W. Trautman, lo elogió por ser una “persona cándida y sincera” y por los “avances” logrados en controlar su “adicción”. Y cuando finalmente el cura fue expulsado, el obispo declinó explicar los motivos. “Nada más debe indicarse”, escribió.
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Las pesquisas destapan una maquinaria despiadada de tolerancia a la pederastia en 54 de los 67 condados de Pensilvania, en algunos con la connivencia de la Fiscalía. Sin embargo, la mayoría de los abusos han prescrito por haberse cometido hace tiempo o sus autores ya están muertos.
Solo dos de los casos en el informe han derivado actualmente en imputaciones delictivas, aunque las revelaciones también salpican a cargos actuales, como Donald Wuerl, el cardenal de Washington que entre 1988 y 2006 lo fue de Pittsburgh. “Pese a algunas reformas institucionales, en general los líderes individuales de la Iglesia han evitado una rendición de cuentas pública.
Los curas estaban violando a pequeños niños y niñas, y los hombres de Dios que eran responsables de ellos no solo no hicieron nada sino que lo ocultaron todo”, reza la conclusión de la investigación.
Abundan los ejemplos escabrosos. Un cura violó a una niña de siete años cuando fue a visitarla al hospital después de que la operaran de amígdalas. Otro dio a un chico una bebida que hizo que no se acordara de qué había pasado la noche anterior cuando fue violado analmente.
Un sacerdote obligó a un chico de nueve años a practicarle sexo oral para luego decirle que le limpiaba la boca con agua bendita. También hubo un religioso que acabó dimitiendo tras años de acusaciones pero eso no impidió que la iglesia le hiciera una carta de recomendación para su siguiente empleo: en el complejo Walt Disney World.
Los investigadores policiales que testificaron ante el gran jurado describieron un patrón de prácticas en las iglesias de Pensilvania. Una suerte de “manual para ocultar la verdad” consistente de siete principios.
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Utilizar eufemismos para describir los abusos sexuales en los documentos de la diócesis, por ejemplo en vez de hablar de “violación” mejor usar “contacto inapropiado”. Si se inicia una investigación que la lleven a cabo personas sin experiencia, como otros clérigos.
En busca de credibilidad, enviar a curas a “evaluar” cómo están los depredadores sexuales en los centros psiquiátricos religiosos donde han sido trasladados y a recabar solo la versión del acusado.
Si la diócesis determina que el escándalo es de tal calado que debe echar al cura abusador, evitar explicar el por qué: mejor definirlo como una “baja médica” o “fatiga nerviosa”. Sin embargo, si la comunidad descubre los abusos, la mejor solución es trasladar a ese sacerdote a otra iglesia, donde nadie sabrá que es un pedófilo.
Aunque sea conocido que un religioso ha abusado de menores, mejor mantenerle el sueldo y las ayudas para su vivienda. Y finalmente, siempre es mejor no avisar a la policía de nada.
Por ejemplo, en la diócesis de Erie el obispo descubrió en 1986 que un reverendo había masturbado a un adolescente varias veces en la anterior década con el pretexto de enseñar a la víctima sobre cómo descubrir posibles signos de cáncer, relata el diario El PAÍS.
Cuando el padre de uno de los niños abusados se quejó, la respuesta que recibió fue pedirle “discreción” y que evitara buscar nueva información porque sería “dañino e innecesario”. “Es obvio en este momento que no está pendiente o se está considerando ninguna acción legal”, escribió Glen Whitman, jefe de la oficina de personal religioso de la diócesis.
En Harrisburg, un cura abusó de cinco hermanas y recolectó muestras de su orina y sangre menstrual. La iglesia no actuó pese a las denuncias de la familia hasta que años después el religioso confesó cuando la policía lo investigaba.
Y en Pittsburgh, la diócesis desestimó las quejas de abuso a un chico de 15 años porque el menor había “buscado” al sacerdote y lo “sedujo” para iniciar una relación. El cura acabó siendo detenido pero, en su evaluación interna, la iglesia destacó que, aunque había admitido haber llevado a cabo actividades “sadomasoquistas” con varios niños, esas eran “suaves”.
También en esa ciudad existió una red de curas que se coordinaban entre ellos para utilizar “látigos, violencia y sadismo al violar a sus víctimas”, según detalla el informe.
Los investigadores se quejan de no haber recibido documentación reciente. Aún así, las pesquisas sugieren que, pese a las reformas prometidas por la cúpula eclesiástica estadounidense desde el escándalo de abusos descubierto en Boston en 2002, los patrones de encubrimiento no han desaparecido del todo. Y, según el fiscal general de Pensilvania, Josh Shapiro, “se alargan en algunos casos hasta el Vaticano”.
Por ejemplo, la diócesis de Allentown recibió en 2009 una queja de abusos sexuales cometidos en los años ochenta por parte de un sacerdote, que había tocado los genitales de un chico de 13 años. La diócesis le pidió explicaciones al cura, que por entonces ya estaba retirado, y él alegó que fue accidental.
Como resultado, en diciembre de 2014, el obispo de Allentown comunicó al Vaticano que no expulsaría al cura del sacerdocio. El religioso murió al año siguiente.