La madre de Promise Cooper se quejó al principio de un fuerte dolor de cabeza y de fiebre alta. A los pocos días decidió ir a un hospital y falleció en el camino. Al mes siguiente, su padre mostró los mismos síntomas y su hermanito empezó a lucir apático.
Fue entonces que Promise, de 16 años, se dio cuenta de que no se trataba de una malaria. Había oído hablar del ébola por la radio. Cuando asistió a su padre, se lavó las manos de inmediato.
Desesperada por evitar el contagio de sus tres hermanos menores, les dijo que jugasen afuera de la casa y permaneciesen el menor tiempo posible adentro de la vivienda de un solo cuarto. Pero estaba indefensa ante un enemigo invisible y su familia de siete miembros fue sucumbiendo a paso acelerado.
Vecinos y parientes, mientras tanto, comenzaban a tener sospechas. Nadie se acercaba a ver a los niños, ni siquiera sus abuelos. Se empezaba a correr la voz, igual que el virus, de que los Cooper tenían ébola.
En Liberia, tierra muy religiosa de familias grandes, siempre hay una tía dispuesta a hacerse cargo de un niño que perdió a sus padres. Pero el ébola, y el temor de contagiarse, está destrozando esos lazos.
Al menos 3.700 niños de Liberia, Guinea y Sierra Leona han perdido a alguno de sus padres, si no los dos, por el ébola, según la UNICEF, y se espera que esa cifra se duplique para mediados de octubre. Muchos de estos niños quedan librados a su suerte y siguen viviendo adentro de sus casas infectadas.
MONROVIA, Liberia (AP)