Clickbait también lo era. La plataforma es experta en producir series con un punto de partida llamativo y pensado para consumirse en un atracón.
Es su modelo de negocio. No tienen que preocuparse por si el público abandonará la serie en cuestión porque el interés se desvanece a medida que pasan las semanas. Como todos los episodios están disponibles el mismo día; el espectador que le da al botón de reproducir tiene la tentación de acabar la historia ya mismo. O en pocos días.
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Con Clickbait, la obsesión por la sorpresa estropeaba un inicio con potencial sobre el instinto morboso de los usuarios de las redes sociales y la presunción de inocencia. Ya lo hablamos en su momento. El juego del calamar; en cambio, tiene todos los números para ser un fiasco con una premisa a lo Battle Royale pero no pierde fuelle a medida que avanzan los episodios. Es el festival de sufrimiento que promete.
456 desconocidos aceptan participar en una competición violenta con tal de llevarse un botín. Han sido seleccionados porque reúnen una característica: están endeudados hasta las cejas y no encuentran la forma de rehacer sus vidas, como el protagonista Seong Gi-hun (Lee Jung-jae).
Cuando les transportan a un paradero desconocido y les informan del inicio de la primera prueba, todos piensan que es pan comido. Son juegos infantiles. Lo que no tienen en cuenta es que, si pierden, son ejecutados por los hombres enmascarados y armados que les rodean.
Se podría decir que el creador Hwang Dong-hyuk propone una reflexión sobre el libre albedrío del ciudadano en una sociedad capitalista que crea necesidades, que promueve las deudas y donde muchos hipotecan sus vidas con la esperanza de no perder el trabajo (y así no quedarse de patitas en la calle). Es cierto. Hay un elemento interesante a nivel conceptual y que tiene que ver con las normas del concurso, que sí que dejan un escueto margen de decisión a los implicados.
Pruebas en El juego del calamar
Pero también resulta absurdo vender El juego del calamar como una obra conceptual o pensada para estimular el cerebro cuando hemos visto demasiadas veces la premisa de «solo puede quedar uno» con personajes traicionando cualquier principio moral para sobrevivir. En realidad es (y no finge lo contrario) un entretenimiento sádico, bien rodado y dramáticamente efectivo.
Lo que importa es cuál será la próxima prueba, qué aportará de nuevo, quién sobrevivirá y lo atractivo que es el diseño de producción, tan limpio, tan colorido, tan retorcido. Los sets son espectaculares (bienvenidas sean la sala de las escaleras o la muñeca robot gigante); los uniformes son un acierto (al principio recuerdan en exceso a La casa de papel pero pronto uno se fija más en las máscaras); y la dirección sabe manejar la tensión.
Un buen ejemplo es el sexto episodio. Puede que haya la prueba menos espectacular pero se pone en valor el montaje, la conversación, el ingenio de los participantes. Allí se demuestra que Don-hyuk ha desarrollado lo suficiente los personajes como para preocupar y emocionar con ellos. Es un logro. En producciones high-concept como esta es muy habitual que los personajes sean odiosos (y también se agradece que no se desarrollen a través de flashbacks, un recurso recurrente, utilizado a conveniencia y que suele entorpecer el ritmo).
¿Recordaremos los nombres de los personajes la semana que viene? No. Pero quizá sí del imprevisto héroe y su evolución, las pruebas, los escenarios y que supo mantenernos pegados a la butaca durante nueve horas; sin sentirnos estafados al terminarla. Al adentrarme en un enésimo battle royale, tampoco pedía nada más.
Por La Vanguardia