Que la madrugada del 13 de agosto de 2018 Shanann Watts (34 años, embarazada de más de cuatro meses) y sus hijas de cuatro y tres años, Bella y Celeste, desaparecieron de su casa en Frederick, Colorado.
Que el único sobreviviente de la familia fue Chris, padre de las niñas y esposo de Shanann; que Chris llamó ese mismo día a la policía denunciando la desaparición del resto de su familia; que Chris días después confesó que él las había matado pero que no era un “monstruo”. Más o menos algo así es lo que decía el expediente judicial.
American Murder: The Family Next Door (El caso Watts en Netflix), intenta ser, antes que una semblanza de El Monstruo de Denver –como lo llamó de inmediato la prensa apenas se reveló su confesión–, una explicación de cómo Watts llegó a matar a su familia. Intenta, también, a la vieja usanza de la televisión estadounidense del siglo pasado, que el caso, de alto impacto en la opinión pública de Estados Unidos, provoque la misma sensación en el resto del mundo, donde formar parte del paisaje habitual que muestra el gran país del Norte a diario con variopintos asesinatos.
Claro que este tiene a dos niñas asesinadas, y eso sin dudas convoca. Pero no es a eso o a alguna nueva revelación a lo que recurre el documental: sencillamente porque no la hay.
Lo que sí aporta es un montón de aspectos íntimos de la pareja, en especial de Shannan, que solía dedicar gran parte de su tiempo a subir su vida a Instagram, la forma que había encontrado para sentirse exitosa. Se sentía especial porque había superado el la enfermedad del lupus y luego había encontrado a Chris.
Todo eso y mucho más lo sabían desde antes quienes la seguían en Instagram y la llenaban de likes: ahora permite construir una forma narrativa diferente para el documental.
Y hete aquí uno de los mayores hallazgos de la película: construir gran parte del relato utilizando imágenes no originales, pero dándoles un sentido que le da potencia al relato.
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Claro que eso ya se hizo antes: miles de documentales están hechos a partir de las imágenes obtenidas por otros. Sin embargo, acaso no haya uno que, como este, fue hecho en base a las imágenes que los propios protagonistas registraron de ellos mismos para consumo personal o de redes, acompañadas por las cámaras de seguridad de los hogares y las calles, y las infaltables del registro policial. El trabajo de producción más costoso parece haber sido conseguir el permiso para usarlas en un film.
En ese sentido, la película podría ser como una señal de futuro: ya no harán falta camarógrafos que filmen los hechos, con su mayor o menor destreza; tampoco ir a hurgar en esos documentos difíciles de hallar: todo estará en la nube de la que se alimenta Internet; con sólo pedir permiso para su publicación (si es que los derechos no fueron ya cedidos a las corporaciones), un buen guionista hará el resto (cuando no algún algoritmo sofisticado).
Toda una novedad que anuncia (al menos advierte) sobre un achicamiento del universo de subjetividades que podrán expresarse en el futuro: quién podrá competir, comercialmente hablando, para conseguir la cesión de derechos de imágenes a utilizar.
Un breve párrafo para el final, sin entrar en el spoiler: intentar sostener en una frase algo que incluso se llegó a contradecir en buena parte de la película, denota poca idoneidad narrativa; si encima es para alegar una posición de perspectiva de género que no se tuvo, es para poner en duda la idoneidad ética.
Y más cuando nada de lo estructural que sostiene una cultura (que los feminismos no se cansan de denunciar como el más relevante sostén del machismo) se expone, y menos se levanta juicio.