La epidemia de Ébola más grande de la historia comenzó en 2014, cuando un niño guineano de 18 meses contrajo la enfermedad después de entrar en contacto con un murciélago.
Unos años antes, en 2003, el SARS comenzó a extenderse primero por China y después por el resto del mundo, dejando hasta 774 muertos. Con el tiempo se supo que la enfermedad había saltado a los humanos por el contacto con gatos civeta, vendidos en un mercado callejero de animales salvajes. Sin embargo, la enfermedad procedía originalmente de murciélagos, que posiblemente habían pasado la enfermedad a los transmisores definitivos cuando estos entraron en contacto con sus heces.
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Más tarde, en 2015, un “primo” del SARS, todavía más virulento, comenzó a hacer estragos desde Oriente Medio y de nuevo hacia el resto del mundo. Se trataba del MERS, otros coronavirus que, por lo visto, había acabado contagiando a los humanos a causa del consumo de carne y leche de dromedario. Sin embargo, parece ser que estos a su vez habían contraído la enfermedad por contacto con murciélagos.
Ahora, el COVID-19, que ya ha matado a más de 1.000 personas en todo el mundo, se encuentra en plena fase de estudio por parte de los científicos, que apuntan como principal transmisor directo al pangolín; aunque, al parecer, la enfermedad originalmente había pasado a este desde una especie que ya no nos sorprende: el murciélago. No importa cuál sea la vía directa de transmisión a personas.
Los murciélagos siempre están ahí
¿Pero por qué? ¿Qué tienen estos mamíferos voladores para que todos los virus, relacionados entre ellos o no, parezcan buscarlos para reagruparse y entrenarse antes de entrar en acción? La respuesta la ha dado recientemente un equipo de científicos de la UC Berkeley, en un estudio publicado en eLife.
Los murciélagos producen una gran cantidad de una molécula que prepara a las células cercanas para luchar contra el virus
Sospechaban que alguna peculiaridad del sistema inmunitario de los murciélagos debería estar detrás del fenómeno. Y así fue. Concretamente, comprobaron que después de la infección generaban una gran cantidad de interferón alfa, una molécula cuyo papel, entre otros, es promover un estado de defensa en las células cercanas. En resumen, al detectar la entrada al organismo del virus esta molécula se libera, dotando a las células próximas de las armas necesarias para combatir el patógeno.