Como la gran mayoría de los inventos importantes, el microondas también llegó a nuestras casas por obra y gracia de la casualidad. Sucedió en 1945, cuando el ingeniero estadounidense Percy Spencer estaba investigando posibles formas de mejorar el funcionamiento del radar en la empresa Raytheon. Trabajaba rodeado de magnetrones, unos dispositivos que transforman la energía eléctrica en microondas electromagnéticas que el radar utiliza para medir, entre otras cosas, distancias, altitudes, direcciones y velocidades.
Un buen día, Spencer se dio cuenta de que la barrita de chocolate que llevaba en el bolsillo se estaba derritiendo mientras se encontraba delante de un magnetrón.
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Le pareció fascinante y quiso hacer unas cuantas pruebas más para comprender lo que había sucedido, así que colocó una sartén con un huevo y un recipiente de palomitas de maíz cerca del generador. Después de un rato, Spencer comprobó asombrado que el huevo estaba perfectamente cocinado y las palomitas habían reventado, mostrando esa particular capa blanca esponjosa que indica que están listas para comer.
Había descubierto que la exposición a microondas electromagnéticas de baja intensidad calienta los alimentos. A raíz de estas observaciones, comenzó el desarrollo del primer horno microondas, que recibió la patente 2.495.429 en los Estados Unidos y empezó a comercializarse apenas unos años después de haber hecho sus primeras indagaciones en 1947.