Seguramente, si sobreviviéramos a una explosión nuclear lo último que se nos pasaría por la cabeza sería saber si nos podemos tomar o no una cerveza. Pero, conforme pase el tiempo y la sed atenace a los supervivientes, la idea de beber algo empezará a convertirse en una obsesión. Llegados a ese dramático punto, la cerveza podría ser la mejor opción para aplacar esa ardiente sensación.
Así se demostró en 1955 durante la llamada Operación Teapot. Se trató de una serie de pruebas nucleares realizadas en el desierto de Nevada. Y una de ellas tuvo por objeto comprobar como afectaba la radioactividad a las bebidas envasadas.
Para ello, se colocaron diversos contenedores con latas de cerveza situados a diferentes distancias de los lugares donde se iban a explosionar dos bombas nucleares de entre 20 y 30 kilotones.
Por supuesto, las que se encontraban más cerca del corazón de la detonación se destruyeron. Pero, a partir de una distancia de trescientos metros, la mayoría se conservaron intactas.
Y, lo más sorprendente, fue que las más cercanas al núcleo de la explosión solo estaban contaminadas ligeramente de radioactividad, por lo cuál podrían servir para beberse en caso de emergencia.
Según lo que informa el portal web Quo, las que estaban más alejadas, a partir de los dos mil metros, estaban completamente limpias. Se usó incluso a varios catadores profesionales para que las probaran, y tan solo detectaron que su sabor había cambiado un poco.