El aire denso y el silencio casi absoluto son abrumadores. Solo se escucha el rechinar de la silla de una bicicleta oxidada en las desoladas calles de Epecuén, a unos 500 kilómetros al suroeste de Buenos Aires, la capital de Argentina.
"Esto es todo lo que queda, es todo", dice Pablo Novak, de 85 años; es el único habitante del pueblo fantasma.
Luego de estar sumergida bajo 10 metros de agua por unos 25 años, Epecuén resurgió en 2009. El agua se evaporó por las condiciones climáticas.
Hoy, el pueblo bien podría ser la locación de una película de Tim Burton.
Los árboles están muertos y blanqueados por los efectos corrosivos del agua salada y, junto con los restos oxidados de los autos y las nubes de mosquitos, dan al sitio un aire surrealista.
Un matadero abandonado a la entrada del pueblo le da un tono gótico.
Podrías esperar que brotaran espantos y fantasmas de la tierra por las noches.
Pero Novak no le teme a la soledad.
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Cuando las aguas cedieron, el hombre regresó a su pueblo desierto para volverse uno de los hombres más solitarios del mundo.
"Pasé un rato buscando una botella de whisky de 20 años de antigüedad y a final de cuentas la encontré y me la tomé toda yo solo", dice entre carcajadas.
"En cuanto a buenos vinos, no dejaron nada".
¿Qué pasó en Epecuén?
Novak tenía 60 años cuando el agua empezó a sumergir poco a poco la ciudad turística de Epecuén, que en ese entonces tenía unos 5,000 habitantes.
En ese entonces vivía afuera del centro del pueblo, en el campo, junto con sus vacas, sus ovejas y sus pollos.
"No había suficiente espacio en el centro de la ciudad, ¿ves?".
El 10 de noviembre de 1985, tras varios años de intensas lluvias sin precedente, la presa del lago Epecuén (un lago salado) se reventó.
El agua empezó a fluir sobre los diques protectores del pueblo.
En cuestión de semanas, cada habitante había empacado todas sus posesiones para escapar de la catástrofe inminente.
Las aguas cedieron al fin; el prolongado patrón climático húmedo se revirtió.
Casi 20 años después, Novak se mudó de vuelta a Epecuén, aunque el pueblo todavía estaba parcialmente inundado.
Se estableció en una casa abandonada que tiene jardín.
"Regresé para quedarme con mi ganado y nunca me he vuelto a ir", dijo.
La soledad
Todos los días, el nieto de Novak, Christian, viene a ayudarle con sus dos vacas y le trae comida.
Los hermanos de Novak viven en el pueblo vecino de Carhue, a unos cinco kilómetros de Epecuén.
Al principio les sorprendió que Novak decidiera mudarse solo a un pueblo olvidado.
Ni siquiera su esposa lo siguió. Ella está jubilada, pero no viven juntos.
"Quieren que me haga un examen médico anual", dice, con tono juguetón. "Pero en serio, no les gusta tanto ir y venir".
Su pequeña y polvorienta casa parece una bodega llena con sillas oxidadas y montones desordenados de periódicos. Afuera, una camioneta Chevrolet oxidada sirve para almacenar botes de gasolina vacíos. Novak no tiene energía eléctrica.
"Me acostumbré a estar solo", dice mientras hierve agua en una estufa de leña para preparar mate.
Aunque parece que el tiempo se ha detenido en la vida del anciano, de la pared cuelgan calendarios de 2008 y 2013. Debajo de una pila de papeles hay una reliquia del pasado: una radio vintage H-205 que sus nietos le regalaron cuando cumplió 84 años.
Con gran ternura y orgullo, Novak mira las fotos de su juventud.
"Perdí la esperanza", dice. "Pensé que reconstruirían el pueblo en vista de su fama, pero nadie se sintió motivado a hacerlo".
En sus días de gloria, las costas del lago salado de Epecuén eran un destino popular entre los vacacionistas de las ciudades vecinas y de Buenos Aires.
Recordar es volver a vivir
Novak pasea por el pueblo desierto todos los días con su perro Chorno. Es un ritual.
"A mi edad, simplemente disfruto la vida, camino por las ruinas de Epecuén con la esperanza de que alguien me pregunte algo", dice.
Novak recuerda claramente que a la izquierda del camino principal se encontraba el Hotel del Parque con su gran alberca.
Sus papilas gustativas recuerdan que al otro lado de la calle estaba la confitería Coradini, con su pan recién horneado y sus dulces.
"Los trenes traían 11 vagones para pasajeros", cuenta. "Había tres jovencitas y tres muchachos en cada uno", explica Novak.
En su rostro se dibuja una gran sonrisa cuando pasa por las ruinas del teatro. Pasaba aquí las noches, bailando con las jóvenes forasteras.
Mientras pasea por una escalinata que no lleva a ninguna parte (alguna vez llevó a un salón de belleza), Novak se detiene y señala hacia lo que queda de su escuela primaria.
En un letrero se lee: "Número 17: Hipólito Yrigoyen". A un lado hay una foto en sepia de la escuela.
En estos días, los colores más brillantes de la ciudad blanqueada son los de las flores de las tumbas en el cementerio.
"Vi nacer este pueblo y lo vi morir", dice Novak mientras levanta la mano en señal de resignación. "Ya no me afecta".