Las estadísticas no paran de crecer en los últimos años y arrojan una realidad palmaria: aproximadamente, una de cada tres bodas termina en divorcio en los países hispanohablantes, con Chile y Venezuela a la cabeza de la lista.
Solo en España se produjeron 110.651 disoluciones matrimoniales en 2011 último año del que se tienen datos oficiales, un número que significa que aproximadamente una de cada dos bodas termina en divorcio. Los hijos suelen ser considerados las mayores víctimas de la separación: su mundo, el hogar que hasta entonces habían conocido, se viene abajo sin que nadie, además, les pida opinión.
Su reacción tristeza, ansiedad, mutismo, el grado de sufrimiento de cada niño, las características y duración de sus efectos, los modos de interiorizarlos y, eventualmente, de superarlos, no es algo que pueda generalizarse, según apuntan todos los expertos. Dependerá mucho de la edad, el sexo y la personalidad del pequeño, y de cómo viva ese proceso; así como del contexto familiar (intensidad y duración del conflicto entre los progenitores) y social (trastornos que la separación ocasiona en su vida, mudanzas, cambio de escuela, situación económica…).
En lo que sí coinciden los especialistas es que el período más crítico del divorcio para los hijos es el año siguiente a la separación, que es cuando sus vidas se reorganizan; trascurrido ese tiempo, comienzan a reducirse los niveles de tensión en el niño.
En general, los problemas más frecuentes que genera un divorcio son emocionales. Su vida y su entorno de seguridad cambia de tal manera que es normal que afloren la tristeza, el miedo, el enfado, la culpa o la soledad en mayor o menor intensidad. Estos sentimientos pueden conducir a regresiones en sus comportamientos, bajo rendimiento en el cole, problemas de sueño o alimentación y fantasías de reunificación que nunca se materializan.