Por primera vez en dos décadas de trayectoria, la banda de Bristol tocó en la capital, y mostró la perfección con que desarrolla su arquitectura de las emociones
Perfeccionistas hasta lo enfermizo a la hora de grabar (ya saben: sólo tres álbumes en veinte años), Portishead han adoptado una fórmula curiosa para lidiar con los directos y con sus probables inseguridades: si algo funciona, ¿para qué cambiarlo? Mejor seguirlo perfeccionando. Desde que presentasen Third, su último álbum hasta la fecha, en 2008, no han dejado de repetir exactamente el mismo concierto año tras año y, sin embargo, pese a la ausencia del factor sorpresa para quien los haya visto anteriormente, cada vez mejor, con un mayor dominio de unos recursos que parecen milimétricamente estudiados, una arquitectura sonora destinada a conseguir el desgarro más sublime, la emoción más arrebatada, y donde la voz frágil y dolorida de Beth Gibbons se convierte en principal catalizadora desde unos niveles de transmisión que rozan lo sobrehumano y desde su ya icónica presencia con las manos encaramadas sobre el micro, el pelo cubriéndole la cara, como una actriz de método que ya no sabes hasta qué punto ha interiorizado su papel.
Es sorprendente el constante desequilibrio con que el trío de Bristol apoyado en escena por cuatro músicos más, ataviados de negro como ellos, tocando con la precisión de unos operarios de nivel experto- navega entre una idea de la perfección casi matemática, un sentido del espectáculo en que todo encaja como un puzzle, y una humanidad desbordante a la hora de recrear fragilidades, angustias y otras disfunciones de la existencia. Parece mentira, pero en veinte años de trayectoria nunca antes habían tocado en Madrid. Por eso, cuando se apagaron las luces y en pantalla emergió el logo con la P inicial del grupo, la emoción y la congoja se apoderó de muchos. Con el tercer tema, Mysterons, surgieron los primeros suspiros compartidos flotaban en el ambiente, como el humo que emergía de quienes, con toda la lógica que el acontecimiento requería, violaron pacíficamente la ley antitabaco- y se inició el primer encadenamiento de glorias del presente (relativo) con el pasado lejano de su primer álbum, Dummy (1994). A The Rip le sucedió la aclamada Sour Times (karaoke tímido con lo de «Nobody loooves meee, it’s trueee»), y a la hermosísima psicodelia de Magic Doors, una versión desnuda, desvalida, de Wandering Star, reducida al esqueleto del trío base, con Gibbons y el multiinstrumentista podríamos definirlo como director musical-, Geoff Barrow, sentados frente a frente en sillas, recogidos entre la inmensidad de la penumbra.
Y a partir de ahí, los niveles de rugosidad y oscuridad in crescendo. La tremenda Machine Gun contó con los mejores visuales de la noche: las imágenes en blanco y negro de la cantante como captadas por una cámara de vigilancia que no se sintoniza bien se cambiaron por denuncias del capitalismo y la carrera armamentística, explosiones nucleares y un sol rojo emergiendo al final. Over demostró por qué entre su público había tanto gótico, Glory Box recordó el origen de su aura más cool y, en su obsesión por evitar las concesiones fáciles, cerraron el concierto con el subidón de bpm de su único tema post-Third (el verso suelto Chase The Tear), un implacable Cowboys y, para cerrar, un tema aparentemente menor como Threads, pero que Gibbons remató de modo doloridamente soberbio.
Sólo hubo espacio para un bis, pero que se cargó de melodrama con otra canción de su debut, la majestuosa Roads, para despedirse a lo grande con otro de sus clásicos recientes, We Carry On, y el paseíllo de la cantante dejándose tocar por las primeras filas y toda una declaración de intenciones: rompiendo con la imagen de mujer tímida y enigmática que se observaba durante la interpretación y, al fin, sonriendo, buscando el calor, el abrazo, entregándose al público a modo de liberación final. Lo mismo de siempre, en efecto, y como siempre, impecable, inolvidable.