Mientras estaba a punto de estallar la Primera Guerra Mundial, un hombre se haya enfrascado en descubrir alguna forma de mejorar los cañones de los fusiles.
Ese hombre era Harry Brearley y, mientras investigaba las aleaciones metálicas, descubrió casi de casualidad el acero inoxidable como si hubiera localizado una especie de piedra preciosa en la arena.
Serendipia metalúrgica
Brealey trabajaba en uno de los laboratorios metalúrgicos de la ciudad de Sheffield, fundiendo el acero con distintos elementos, y posteriormente vertiendo las muestras en moldes para comprobar mecánicamente su dureza.
Brearley iba aplicando el método de ensayo y error, echando elementos aleatoriamente a la mezcla de hierro y carbono que es el acero. Había días que hacía moldes de acero en los que había añadido níquel, otros días había añadido aluminio, pero la investigación no parecía prosperar: la dureza del acero no era suficiente.
Sin embargo, un día cualquiera, mientras atravesaba su laboratorio para continuar trabajando, distinguió de casualidad una especie de joya en un puñado de muestras oxidadas. Al aproximarse, descubrió que no se trataba de una joya, sino que era una muestra de acero que brillaba.
Por alguna razón, aquella muestra había quedado a salvo del óxido y su superficie era como la del primer día. Brearley estuvo a punto de pasar de largo y no darle mayor importancia, pero entonces, raptado por un momento de inspiración, tomó la muestra y la examinó.
Según Xataka Ciencia, Brearley pronto descubriría que entre sus manos tenía la primera muestra de acero inoxidable de la historia.