Atención, spoilers! La moneda de los Targaryen se ha decantado en “Las campanas” (The Bells, S08E05). Entre la cordura y la locura sanguinaria, Daenerys ha elegido la venganza y la destrucción.
La pregunta sigue en pie: ¿merece la pena el derramamiento de sangre y la caída de la tirana Cersei si el Trono de Hierro queda en manos de otra tirana?
En uno de los episodios más oscuros y dramáticos de la serie, donde se han solventado todas las tramas relevantes que quedaban excepto la del heredero al trono, hemos asistido a la aniquilación de Desembarco del Rey con miles de vidas inocentes.
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La reina plateada, lejos de ostentar las cualidades que llevaron a sus seguidores a amarla y seguirla, ha visto su propia piel lo que representa el poder, con las traiciones y la soledad que implica.
Varys, en una escena que ha fallado a nivel de emoción, ha sido el primero en caer, pero antes ha dejado por escrito quién debería regir los Siete Reinos por su falta de ambición, nobleza y sentido común.
Aunque siento tristeza por la deriva del personaje de Daenerys, la aniquilación de la rompedora de cadenas parece inminente. No sólo la Araña ha visto lo que es capaz de hacer. Tyrion también la ha traicionado y, después de asistir al ataque pese a la rendición de la ciudad, no le quedan excusas para no reconocer la dolorosa verdad.
Daenerys ha traspasado los límites éticos para sumergirse de lleno en la oscuridad.
El episodio, que nos quita el mal sabor de boca del anterior, ha sido épico, pesadillesco, y ha conseguido estremecernos en dos grandes escenas largamente esperadas: la de la lucha a muerte entre Gregor y Sandor Clegane, y la de Jaime y Cersei, que vuelvan a reunirse para sucumbir juntos sepultados por las ruinas de su hogar: la Fortaleza Roja.
Ante nosotros se abre el final, que sitúa el conflicto las entrañas mismas del bando aliado, aunando la política con lo personal para hacerlo más desgarrador.
Un final desesperanzador sería ver los Siete Reinos en manos de una nueva reina loca, y ser conscientes de que todo el camino ha sido en vano.
Al otro lado queda la esperanza —aunque teñida de tristeza— de ver el reino gobernado por alguien que ha sido revivido para ello, y que, lleno de amargura, comprende que el sacrificio de su amor es la única salida viable para la estabilidad política.
Cualquier cosa puede ser posible, pero una cosa está clara: no será un final feliz.